La sección «Narraciones Infecciosas» es elaborada por el Dr. Francisco Hervás Maldonado, Jefe de Servicio de Microbiología del Hospital Central de la Defensa Gómez-Ulla. En este apartado se incluirán relatos breves sobre situaciones ficticias relacionadas con las enfermedades infecciosas. La actualización de los contenidos será mensual.

El señor importante

        Érase una vez un señor importante. Uno se preguntaba si aquel señor habría nacido así o se habría transformado con el transcurso de los años. El caso es que era un señor importante y como todo señor importante, tenía una secretaria, un despacho con maderas nobles, ancho y con luces indirectas, un coche de alta cilindrada con chófer, un chalé de campanillas y la tarjeta de VIP en diversos clubs y otras entidades, de esas que aligeran la cartera mediante técnicas de adulación estandarizadas.

        Pero… ¡ay!, un día el señor importante se hizo una heridita en la boca. Era una tontería, mas como utilizaba el cepillo de dientes de señor importante, eléctrico y con tres velocidades, la heridita fue a más y una noche se despertó con un suculento dolor de muelas. Tomó un analgésico y una píldora para dormir (y se durmió), pues tenía una reunión importante, propia de señores ídem, al día siguiente. Cuando se despertó, notó que el lado izquierdo de la cara estaba hinchado. ¡Vaya, ahora un flemón! Buscó por el botiquín y se atizó dos cápsulas de un antibiótico que había por allí, junto con un antinflamatorio que tenía en un blister de esos. La reunión era por la tarde, de manera que en un par de horas estaría mejor. Todo era cuestión de volverse a tomar más antibiótico al mediodía y más antinflamatorio. Sin embargo, el día venía chungo, estando por dar la lata, pues a la media hora le atizó un dolor de estómago de competición. Entonces se arreó tres píldoras de antiácidos con un vaso de leche. Eso le calmó el dolor, pero una hora después le empezaron a picar sus partes. Se bajó los pantalones y se untó con una crema para los picores. De paso, se atizó un pildorín antihistamínico. Se le calmaron los picores, pero se encontraba nervioso, así es que llamó a su secretaria para decirle que se quedaba en casa para preparar la reunión, que ya iría por la tarde directamente a la misma.

        Fue colgar el teléfono y le atizó un ramalazo en la mandíbula de padre y muy señor mío. Aquello era insoportable, los ojos le hacían chiribitas, la mandíbula se hinchaba. Tal vez sería mejor irse al dentista y cancelar la reunión, pensó, pero no podía, porque los hombres importantes no desertan de las reuniones importantes, puesto que entonces dan la impresión de ser mortales. Y no, los hombres importantes son divinos. Así es que, en un acto de osadía, el hombre importante se tomó otras dos cápsulas de antibiótico, otro antinflamatorio, otro analgésico y cuatro antiácidos con un yogurt de fresa con pomelo. Inicialmente la cosa surtió efecto, pero… ¡ay, ay, ay!, a la hora fue atacado por un escape iterativo de vientos que le llevó al retrete a todo trapo, con una diarrea espantosa, un dolor de estómago florido, un mareo, náuseas y pocas ganas de verse.

        ¡Ay Dios mío qué horror y qué olor! “¿Cómo era eso del padrenuestro, que no me acuerdo?”, pensaba. Pero no, él era importante. Agarró unas capsulitas antidiarreicas y se atizó dos, y al rato, otra más. Por fin, a las dos horas, secóse la fontana fecal. Pero no se tenía en pie. Quedaban tres horas para la reunión, así es que buscó por la cocina y encontró una bebida isotónica, que se la enchufó. Además, se tomó un cacho de queso de cabrales, otro yogurt, esta vez de chirimoyas, y un bollo con crema. Más dolor de tripa, ahora con vómitos. Además, como iba zombi, se golpeó la nariz y empezó a sangrar. Para quitarse el aliento de los vómitos, se enjuagó con un elixir, que no solo le hizo ver las estrellas, sino que le rompió algo por dentro de la boca y echó un chorro de pus sanguinolento, con sabor a trucha (eso pensó él, al menos).

        Pero aquello disminuyó de tamaño, lo cual le dio mucha moral, así es que se vistió, no sin dificultad (los calzoncillos del revés, la corbata anudada en el sobaco, de primera intención, y los pelos de punta, rebeldes al peinado). Pero se roció con un perfume persistente (francés, de esos de campanillas, fabricados para los señores importantes) y bajó a la calle, donde le esperaba su chófer – que ya había sacado el coche del garaje – muy asombrado, al verlo arrastrándose por el jardín. Y casi había llegado a la cancela cuando pisó una caca de Publio Emilio, su perro mastín, pegó un resbalón y cayó de nuca contra el pavimento de hormigón impreso, el cual ejerció de intermediario en su tránsito al otro mundo.

        La noticia ocupó varios telediarios, pues no siempre se mataba un señor importante pisando una mierda, siendo motivo de chanzas, dimes y diretes bastante diversos.

        Y aquel señor importante se transformó, por efecto de la parca, en un cadáver muy comentado. Es que no somos nadie, y menos en descomposición. Ojo a las automedicaciones y a los empirismos.

 

Francisco Hervás Maldonado

El entierro del coronel

     Una mañana fría del otoño, allá por el mes de noviembre, el coronel don Fulgencio Tiradores era transportado en una carroza fúnebre camino del cementerio. El séquito era impresionante: todo el pueblo estaba allí. Tras el coche de tiro, arrastrado por cuatro caballos negros, guiados por un enjuto cochero, gastando levita y rematado en sombrero de copa, con el ataúd de caoba, cuajado de ramos de flores, el caballo del coronel, un caballo tordo llamado Tiramisú, en recuerdo del postre favorito del militar, muy bien herrado y resplandeciente, con la cincha guardando la silla, bien ajustada por la baticola,
hacía sonar sus cascos en el pavés, entre el silencio impresionante del duelo. Seguían doña Etelmira de Postas, viuda de Tiradores, con sus dos hijos varones, Fulgencio y Atanagildo Tiradores de Postas. Dos pasos más atrás, Cuquita y Pilili Tiradores de Postas, acompañadas de sus respectivos maridos y cuñadas, esposas de sus dos hermanos. A continuación, una recua de niños con sus niñeras, bien vigilados por los cuatro flancos para impedir notas equívocas. Todos, niños incluidos, vestían de luto riguroso. El doctor don Herminio Estirador marchaba a continuación, en soledad, con un gabán de cinto de color impersonal, dando paso a su mujer y al resto del pueblo, acudido en tropel, pues el coronel era muy querido en aquel pueblecito. Hombre acaudalado, dueño de la gran casa solariega de la plaza, propietario de la mitad de las tierras de la comarca y muy considerado por su caridad y buenos sentimientos (tal vez por eso no se le ascendió a general).

     La muerte del coronel sucedió a la tercera, como suelen suceder los eventos desesperados. La causa inmediata fue el corazón, que se le paró, pero la causa fundamental era el chorro de pus sanguinolento en que se había convertido por dentro su cabeza, amén del resto de su anatomía.

     Todo comenzó años atrás, cuando el coronel Tiradores – a la sazón teniente – fue destinado a la selva. Por aquellos tiempos, aún no existía el grupo libertario nacional (GLN), o al menos no se significaba tanto como después lo hizo. Los jóvenes tenientes vivían en un barracón dentro de la base “Amazonía 3-47”, a pocos kilómetros de la vecina República del Cafeto, con la que siempre fueron tensas las relaciones. La estancia allí resultaba bastante aburrida. Cazar estaba terminantemente prohibido (no se podía gastar munición), pero todos lo hacían. Igualmente estaba prohibido pescar y todos pescaban, al menos hasta que alguna diarrea, tras comerse lo pescado, hacía que  se les dieran la vuelta sus tripas. Observar la naturaleza sí estaba permitido, pero sin tomar fotografías ni hacer dibujos. Se permitía beber, aunque unos letreros en la cantina decían advertencias ejemplarizantes, como: “no bebas hasta que no conozcas, pues tampoco serás reconocido por el centinela y podrás morir”, o bien “si no bebes morirás de viejo, si bebes no serás ni tan siquiera joven”, entre otras muchas. Pero todos perdían la conciencia entre las copas con mucha más frecuencia de lo que la sensatez hubiera recomendado. Deporte o entrenamiento solo se podría haber realizado por las noches, dados el calor y la humedad reinantes, pero a esas horas había otro entretenimiento mucho más popular entre los jóvenes: regocijarse con las indias del lugar por un módico precio, realmente asequible a cualquier economía. Dado que las indias necesitaban dinero para sacar sus familias adelante (los maridos indios estaban todo el día dándole a la ayahuasca y otras hierbas, que los tenían en un continuo colocón, ajeno a sus deudos), el ejercicio de la prostitución era tan común que la oferta igualaba e incluso superaba a la demanda, lo que hizo que se tirasen los precios por el servicio venéreo. Claro, que había siempre diferencias, pues el teniente Tiradores, apodado “el señorito”, pertenecía a una familia de la “nobleza colonial”, inmensamente rica, de la que era único descendiente. De manera que la india Petronila pasó a ser de su exclusiva propiedad sexual, por lo que supuestamente nadie le podría contaminar por la vía del desahogo. Bien, esa era la teoría, hasta que un buen día, notó un gran escozor en el caño de los orines, de manera que, tras comprobar que el hecho se repetía una y otra vez, decidió consultar al médico de la base, el también teniente médico Pasodesto.

– Oye, Pasodesto, que noto así como ardores por mis partes – le consultó el bueno de Tiradores.
– A ver si va a ser del agua, que siempre estáis pescando y se os mojan las botas.

     Ahí quedó la cosa, con unas sulfamidas y un purgante, de manera que nada se habló de los amores con la Petronila, que continuaron sin descanso hasta que, al cabo de pocos días volvieron los escozores y la gota de pus al levantarse. Como el médico no le hacía caso, le consultó el caso a un amigo más experimentado, el comandante Frescovientos, hombre bragado en múltiples avatares de índole muy diversa. El comandante no dudó un momento:

– Chico, tu tienes la “gota del soldado”. Eso da de abusar de los amores con guarronas. Se cura con unas inyecciones de penicilina.

     Tiradores quedó preocupado, fuera a ser que la Petronila le estuviera pasando eso. De manera que decidió investigar el hecho, para lo que utilizó un modelo militar de la época: dos guantazos. La Petronila confesó. Ciertamente no lo compartía con militar alguno, pero sí con medio poblado indígena, desde que cató los cocimientos de la ayahuasca, que la ponían muy para allá, como ella decía. Allí se terminó el romance y la amistad con el teniente médico. La penicilina puso cada cosa en su sitio y la castidad se impuso hasta el matrimonio de don Fulgencio Tiradores, hecho que sucedió tras el ascenso al empleo de capitán, ya destinado en la capital, a unas cuatro horas en coche de su pueblo.

     El matrimonio con Etelmira de Postas fue feliz, centrados ambos en la procreación de prole y fortuna, uniendo capitales y, sin duda, usando de la generosidad en forma discrecional, con especial hincapié en los vecinos de su pueblo, a quienes dio trabajo y estudios, festejos y pitanzas, hasta la saciedad (mucho tenían y pocos había para repartir, pues era un pueblecito de unas trescientas almas). De entre todos los favorecidos, destacó Herminio Estirador, hijo de ídem, un chico extraordinariamente despierto al que pagaron los estudios de medicina en la capital, carrera en la que se doctoró con brillantez, pasando luego a estudiar Medicina Interna en un prestigioso hospital, aunque siempre que podía acudía al pueblo. El caso es que se hizo un médico de fama y ejemplo, aunque jamás se olvidó de sus benefactores, los señores de Tiradores, quienes – dicho sea de paso – le consideraban un hijo más, llegando a incluirle en su testamento, dentro del tercio de libre disposición.

     Pasó el tiempo, y el coronel don Fulgencio Tiradores pasó a retiro, a buena edad, como sucede en la milicia, dedicándose ya en exclusiva a la administración de su hacienda y bienes. Con bastante frecuencia era visitado por su pupilo el doctor Estirador (don Herminio, para el pueblo), que terminó haciéndose casa propia en el pueblo, pese a que tanto Tiradores como señora estaban encantados recibiéndolo en su gran casa de la plaza, donde había sitio para todos. Ahora bien, don Herminio Estirador se casó y ya se sabe que “el casado casa quiere”, máxime cuando empiezan a venir los niños. Igualmente, poco a poco la gente le consultaba sus males, de manera que las mañanas de los sábados era una consulta reglada lo que se celebraba en su casa, acudiendo los enfermos de toda la comarca al ruido de su fama. No era mal médico el bueno de Estirador, pero padecía los dos vicios más comunes de los clínicos de fama: la pasión por los protocolos y la sordera selectiva, de manera que cualquier cosa que no fuera recogida en los protocolos, carecía de su consideración, y fruto de ello es que su oreja se dirigiera a confirmar su opinión prejuzgada, siendo precisamente una oreja – o mejor dicho, un oído – quien le proporcionó el disgusto mayor de su vida en la persona del coronel Tiradores. La vida tiene sorpresas…

    Un buen día de septiembre, don Fulgencio Tiradores se despertó con unas punzadas dolorosas en el oído izquierdo, lo cual no le extrañó mucho, pues él era hombre de derechas hasta el hueso, como solía comentar entre sus amistades. “¡Ah, la venganza de los bolcheviques…!”, pensaba el coronel. El caso es que como pasaron un par de días y no se le iba, y como además empezó a notarse como líquidos por ahí dentro, de forma que si se ponía el pañuelo en el oído y apretaba, éste salía manchado con una gotita de líquido, como quiera que se preocupase un poco, se lo dijo a su esposa:

– Etelmira, no me encuentro bien.
– ¿Qué te pasa ahora? – le contestó su mujer, abrumada por otros problemas de la casa, como llamar al de la piscina, para que le pusiese las cosas de conservación, al frutero para pedirle unos melones dulces para el fin de semana, pues a los nietos les entusiasmaba el melón con jamón, y otras cosas diversas del gobierno de su hogar.
– Pues que me duelen los oídos y me sueltan un líquido.
– ¿Tienes pus?
– No, es una cosa clara, como agua.
– Pues será algo de alergia, ya sabes que a mi amiga Gorgorita siempre le sienta muy mal el fin del verano.
– Pero es que yo no he tenido alergia jamás y no soy Gorgorita tampoco.
– Entonces, puesto que hoy es jueves, se lo dices a Herminio, que vendrá mañana por la tarde, como todos los fines de semana. Llámalo por teléfono y se lo dices.

     Don Fulgencio le hizo caso y cometió el gravísimo error de consultar por teléfono, cosa que jamás se debe hacer con un médico afamado. Bueno, no debe hacerse con ningún médico.

– Perdona que te moleste, Herminio, pero es que tengo unas punzadas en el oído izquierdo que no me dejan dormir.
– No te preocupes. Yo estaré allí mañana y te lo veo.
– ¿Y para esta noche?
– Bueno, puedes echarte unas gotas antiinflamatorias, apunta el nombre… – y le dio el nombre de unas gotas, que el coronel anotó con celo.

     Una hora más tarde, la farmacéutica, doña Melinda Frascazo, le llevaba personalmente las gotas a su casa, indicándole que se echase dos gotas cada seis horas, pero como le molestaba bastante el oído, o tal vez porque no se enteró bien, se echó seis gotas cada dos horas. Maravilloso, a la mañana siguiente nada de nada, de modo que cuando vino el doctor Estirador con el otoscopio, nada de nada. Ni líquidos, ni inflamación ni nada de nada.

– Oye chico, una maravilla. Esas gotas me han curado.
– Pues vas a tener razón, porque yo no veo nada con el otoscopio. Sería una cosa vírica. ¿Te has bañado en la piscina últimamente?
– Si…, ya sabes que siempre me hago tres largos antes de comer.
– Pues va a ser esa la causa. Ponte unos tapones de cera para nadar.
– No, si ya vamos a cerrar la piscina.
– Bueno, pues los días que dure, hasta que la cerréis.

     Pero al cabo de dos semanas, por la noche… ¡ay!, otra vez las punzadas. Así es que volvió a echarse las gotas y volvió a desaparecer el dolor. Otras dos semanas después, más dolor, más gotas y ya no se iba el dolor tan claramente.

– Vas a tener razón, Etelmira, esto no es del baño. Será una alergia.

     Entonces aparecieron los dolores de cabeza, y el líquido de la oreja volvió, pero ya no era tan clarito y además estaba rojizo, como con sangre. Y como tenía las gotas, no iba a molestar a Herminio por un dolor de cabeza. Se tomó un par de aspirinas y punto.

     Aquella noche se despertó con un gran dolor en la nuca, lleno de náuseas, con un mareo espantoso y vomitando al más mínimo movimiento. Etelmira telefoneó a Herminio, que inmediatamente les mandó una ambulancia para llevarlo a su hospital, donde diez horas después ingresaba en estado de coma. El diagnóstico no ofrecía dudas: meningitis cerebroespinal. El pasmo del doctor Estirador era notable: “pero si no tenía faringitis”. ¡Ah, los protocolos…!

     El resto es de suponer: no pudo superar el daño cerebral, se le afectó el bulbo raquídeo e hizo una parada cardiaca que lo mató, amén del proceso de coagulación intravascular diseminada (CID), que los clínicos describen con el rimbombante nombre de síndrome de Waterhouse-Friederischen-Marchand. No hubo reclamaciones contra nadie. Doña Etelmira pensó que era cosa de Dios, los hijos e hijas pensaron en la ausencia de un problema, las nueras y yernos pensaron en la herencia y el doctor Estirador pensó en la inconsistencia de los protocolos. Mientras tanto, el coronel Tiradores no pensó en nada: simplemente se murió, como es la obligación de todo enfermo incurable.

     Las campanas doblaban a muerto, el párroco rezaba el responso, los vecinos daban la cabezada, los deudos tenían pensamientos contables y el bueno de don Herminio Estirador pensaba en la conveniencia de vender su casa y comprarse otra en la playa, que la mar es muy saludable. Aunque también pensaba en la frase de Roberto Koch, mientras caminaba tras el féretro, lleno de dudas y remordimientos (cuando un médico va detrás del féretro de su paciente, a veces el efecto precede a la causa).

     Evidentemente, las Neisserias y don Fulgencio Tiradores no se llevaban muy bien.

     Solamente el enterrador estaba preocupado, pues su chico tenía un notable dolor de oídos desde la noche anterior. No sería nada…

Francisco Hervás Maldonado

Una pandilla que se orientaba

  

    Lo que siempre tuvo claro “Juan Pistolas” es que le gustaba matar. Por eso, ya de pequeñito se entrenaba, en régimen de mamporros, con todo quisque con quien se cruzara. “Dame ese cromo de Spiderman” – decía, por ejemplo – y como fuera que no se lo diese, ensalada de tortas que, aunque fuera bilateral, siempre le promocionaba como ser violento y peligroso. Además, como consecuencia del entrenamiento, acabó sabiendo esquivar bien los golpes y atizarlos en el lugar preciso para dejar desencolado a su contrincante. Un asco de niño. A sus padres les traía sin cuidado todo esto, pues la única preocupación de tales progenitores era el vino, puesto que las relaciones sexuales pasaron a mejor vida conforme prosperaron las relaciones enólicas, sustituyéndolas en forma bravía e incontinente.

    Un buen día, Juan Pistolas dio con una navajilla en los calzones de su padre, mientras este roncaba tras su enésima jumera. Era una navajilla de esas con sacacorchos, que probablemente era lo que usaba para su enopatía. Por desgracia, en ese momento su madre no estaba disponible, pues había decidido morirse por vía del atragantamiento. Así es que, en un momento, Pistolas quedó huérfano de madre y propietario de una navaja. Cuando el padre despertó y por un rato tuvo conciencia de su viudedad, agarró un coma etílico del que ya tampoco despertó. O sea, que en 24 horas, Juan Pistolas, a la edad de catorce años, se convirtió en autónomo, pasando a ser tutelado por el Estado en una casa de acogida, donde pinchó a dos o tres, partió las narices a otro y escapó un buen día, pues iban a llevarlo a un correccional. Estuvo viviendo solo durante unos meses, robando aquí y allí para comer, pernoctando entre mendigos, en unos soportales del centro de la ciudad, y robando con poca elegancia y mucha violencia. Un buen día tropezó con un furgón en el que varios chicos eran trasladados, acaso a un correccional o quizás a una vista del Tribunal de menores, asomando las cabezas por el cristal lateral del mismo, y aprovechando un semáforo, pinchó una de las ruedas con su navaja. El conductor bajó, acompañado del vigilante, y en un pis-pás se llevaron media docena de navajazos, quitándole la pistola al guardia, así como las llaves del candado que cerraba la portezuela posterior del furgón. Liberó a los chicos, que serían de su edad (entre quince y diecisiete) más o menos, los cuales le siguieron hasta un callejón no muy lejano, donde reunidos acordaron dos cosas: formar una banda y que Juan Pistolas fuera el jefe.

    Lo primero fue robar comida, tabaco y bebidas, para celebrar su alianza en una nave abandonada del polígono industrial de la ciudad, la cual se convirtió en su refugio. Les faltaba de todo: muebles, ropa… Todo lo fueron robando con meticulosa precisión, ni mucho ni poco, para no llamar excesivamente la atención, y en diversos barrios y pueblos aledaños, con objeto de no despertar sospechas. En seis meses tenían aquello en condiciones, e incluso adecentaron el aseo que allí había, así como una cocinilla que debió ser del guarda de la nave en su tiempo, cuando funcionaba como almacén, robando las correspondientes bombonas de butano de vez en cuando.

    Un buen día se presentó la Policía Municipal allí, preguntándoles el motivo por el que estaban viviendo en ese lugar, si estaban autorizados y quién era el responsable. Dos de los chicos eran ya mayores de edad, pues habían cumplido los 18, haciéndoselo así saber a los policías, que se fueron con idea de efectuar las oportunas averiguaciones y volver después. Aquella noche robaron un camión, lo cargaron casi todo y se marcharon a otra ciudad. Así estuvieron, de un sitio para otro, hasta que Pistolas decidió dejar de viajar. Había cumplido los veinticuatro, vivía con una chica que se les unió (una de las varias que se les juntaron) y decidió tener su propia casa, así es que necesitaban dinero. Ya no valían los pequeños atracos. Había que dar un gran golpe. Así es que seleccionaron un banco y decidieron atracarlo mediante un butrón.

    Les salió bien la jugada, pues dieron con las cajas de seguridad particulares, que fueron reventando una tras otra, con ayuda de palanquetas, taladradoras y sopletes, para lograr reunir un botín de más de un millón de euros, una vez vendidas las joyas y valores. Compraron unos chalés adosados en una urbanización tranquila, quedándose uno para Pistolas y otros dos para los demás. Pagaron al contado y no hubo preguntas. Después se metieron en negocios de compra-venta de terrenos. El negocio era sencillo. Se presentaba Pistolas para hablar con los dueños y les hacía una sencilla oferta: la cuarta parte de su valor o un par de tiros a cada uno. Alguno se llevó los tiros, pero no fueron muchos. El negocio prosperó tanto que crearon su propia inmobiliaria. Ya por entonces se había mudado Pistolas a un chalé aislado, casi una mansión, con piscina, campo de tenis, sauna… Tenía dos niños de diversas compañeras (solía cambiar de vez en cuando), cuidados por tatas, que le admiraban bastante, pero que no eran violentos, pues él ya se preocupó de que así fuera y disimulaba bastante en su presencia.

    Todo en la vida de Juan pistolas y su pandilla estaba muy claro: yo, mi, me, conmigo. “Estamos muy bien orientados”, comentaban entre sí. Ninguna duda había de que todo habría de ser sometido a su santa voluntad. Pero…

    Un buen día, Pistolas, que poseía un apéndice voluminoso entre las dos piernas, vino a enamorarse – o tal vez encelarse – de una jovencita espectacular, una auténtica vedette, un primor de hembra. Juan Pistolas no cumplía ya los 40. “Esa es para mí”, se dijo Pistolas, pasando al ataque a continuación. La obsequió, invitó, requebró, exigió e incluso amenazó, con objeto de que cediera a su lasciva inconclusa, pero nada. Suplicó, rogó, ensalzó y casi agredió, pero tampoco. Así es que decidió utilizar el chantaje como medio más convincente.

    Se enteró de su domicilio, de quienes eran sus padres y hermanos, de lo que cada día hacían todos y cada uno de ellos, pasando al ataque con información detallada. “La información es el poder”, se dijo.

    Una mañana, alguien se acercó a la madre de aquella chica y le dijo unas palabras. La madre le contestó con un bolsazo, quedando ahí la cosa. Al día siguiente, la madre era sujetada por dos individuos, mientras que un tercero, con unos alicates, le machacaba literalmente el dedo meñique. El padre recurrió a la policía, pero nada se aclaró, pues los individuos no estaban fichados y tampoco servía tener muestra alguna de ADN, si no había sospechosos.

    A los pocos días, el Pistolas le hizo saber a su amada que se había enterado de lo que le había pasado a su madre y estaba preocupado, por si a ella le ocurría otro tanto. Pese a que la chica se asustó, continuó desdeñosa y no cedió. Sin embargo, esta vez se lo contó a su novio, que era bastante despierto y demasiado audaz. El novio esperó a que Juan Pistolas saliera de su casa, siguiéndolo a la oficina y observando sus costumbres. Todos los días salía a comer a un restaurante próximo alrededor de las tres, al parecer sin escolta. Después, a eso de las cuatro menos cuarto de la tarde, se daba un paseito de una media hora por un parque cercano, volviendo a trabajar poco antes de las cuatro y media. Organizó el plan. Primero buscó un cuchillo de cocina, que se guardó en el abrigo, esperando al paseo por el parque. Una vez allí, se acercó a Pistolas.

– Buenas tardes, ¿podría hablar con usted?
– Ahora no; estoy paseando.
– Pues va a ser ahora. Soy el novio de la chica a la que usted acosa y va a dejar de hacerlo, si es que quiere seguir vivo.
– Tranquilízate, que te confundes…
– No me confundo – dijo, mientras se abría el abrigo, enseñándole el cuchillo.

    En ese momento, salidos de no se sabe dónde, aparecieron dos individuos con sendos garrotes que le apalearon a conciencia, dejando al muchacho sobre el terreno, sangrando y semiinconsciente. Seguidamente avisaron a la policía, que se lo llevó detenido al hospital, pues tenía el cuchillo y los dos testigos que le habían visto amenazar a Pistolas.

    Enterada la novia de lo sucedido, urdió un plan “biológico” para vengarse. Primero buscó a un amigo, que trabajaba en un laboratorio de microbiología ambiental, pidiéndole una sustancia biológica para acabar con una plaga de ratas que tenían en el chalé de la sierra sus padres. En realidad, solo había una rata, llamada Juan Pistolas, y vivía en la ciudad, en una urbanización de lujo. Este le preparó una colección de esporas de Histoplasma capsulatum, metidas en un bote perfumador vacío, inyectándole un gas, freón, como propelente, junto con un poco de oxígeno. El producto era válido para una superficie de 10 X10 metros, en condiciones de humedad, debiendo sellar la estancia antes de aplicarlo, haciéndolo a través de una cánula ajustada a la puerta, sellada al bote. Después de aplicarlo, había que sellar el orificio de la cánula, introduciendo el bote en una bolsa de plástico autosellable y devolviéndoselo a él, para que lo destruyese, Además, habría de aplicarlo con mascarilla puesta, una de esas de bioseguridad, del tipo N95, que le proporcionó también el microbiólogo.

    Mientras su amigo le preparaba el bote con las esporas, que tardaría un mes, aproximadamente, la chica fingió ceder a los intentos seductores de Pistolas. Primero rompió con su novio, por considerarlo un criminal. Después se disculpó con el gangster, citándolo el fin de semana para pasar la tarde del sábado. Una vez juntos, había quedado con su hermano en que la telefonease con cualquier excusa y así sucedió, debiendo marchar urgentemente de viaje a un pase de modelos fuera del país, por lo que el Pistolas la acompañó al aeropuerto, donde tomó un avión a Roma. Allí en Roma pasó unos días con unos amigos, volviendo en mitad de semana. Y repitió la jugada. Esta vez no escapando. El gangster Pistolas estaba excitadísimo y casi no cenó, urgiéndola amores a todo trance, accediendo ella, una vez recibidos un par de regalitos: una pulsera de brillantes y un chaquetón de armiño. La verdad es que Juan Pistolas era un buen amante. Cumplió bien, con gentileza y brío, como la situación demandaba. Ella tampoco era lerda, pues había participado en el concierto amoroso con muy diversos galanes, de todo color y condición, aunque – eso sí – siempre con suculenta cartera.

    Continuaron las visitas acortándose en el tiempo, hasta que un día decidieron que ella se mudase a la lujosa mansión de él. Unos días más tarde, la chica llevaba el frasco de esporas y la mascarilla en el bolso (un bolso de Loewe, de piel de cocodrilo; bastante caro, ciertamente).

    Llegados a este punto, hemos de hacer un par de consideraciones: Pistolas roncaba, durmiendo con la boca abierta, desde muy joven, cuando en una de sus peleas, le rompieron la nariz, quedándole una desviación residual del tabique nasal, que le impedía respirar bien por la nariz y le provocaba una destilación nasal importante, especialmente por las mañanas (por aquello de la llamada rinitis vasomotora, frecuente al levantarse en muchas personas). La otra consideración es que tenía el sueño bastante ligero, despertándose con suma facilidad ante cualquier ruido. Esto último le preocupaba a la chica, así es que tramó un plan que le hiciese dormir profundamente.

    Se hizo con un spray anestésico, de esos que atontan o inmovilizan durante unos segundos, guardándolo en su mesilla de noche, junto con el bote de esporas, la mascarilla y un rollo de cocina. Por la noche, tras hacer el amor frenéticamente, como siempre, él se durmió y comenzó a roncar. Ella se había atizado cuatro coca-colas y dos cafés cargados para no dormirse. Entonces, con mucho cuidado, abrió el cajón de su mesilla, sacó el spray anestésico y el rollo de cocina. El se movió un poco, pero no se despertó. Seguidamente, le atizó el spray entero y un estacazo en la cabeza, por lo que quedó inconsciente y a su merced. Entonces, con nervios pero con calma, se puso la mascarilla, así como unos guantes de goma, le metió el tubito del bote de esporas en la boca, se la cerró y apretó el pulsador hasta que dejó de salir gas. Seguidamente abrió una bolsa de plástico autosellable, metiendo primero el bote con la cánula, después los guantes y ya en el cuarto de baño, la mascarilla. Se vistió y se marchó, sin apenas hacer ruido, tras recoger y meter todas sus pertenencias en una maleta.

    A la mañana siguiente, Juan Pistolas se ahogaba en su cama, y al intentar toser, tuvo un vómito de sangre, que al aspirarlo, le ahogó más deprisa. La criada se lo encontró muerto en la cama, babeando sangre todavía. Inmediatamente buscaron a la chica, pero ya por entonces la banda había cambiado de amo. Ahora era la chica su jefa, pues decidió – tras falsificar hábilmente un testamento – repartir las posesiones y el dinero de Pistolas entre todos. Los chicos volvieron con sus madres y al final, como tenían bastante dinero, la banda se disolvió.

    La chica volvió con su novio, que se recuperaba poco a poco y las cosas volvieron a ser como antes. Bueno, la madre se quedó sin un dedo, los niños sin un padre malvado, la policía sin un detenido o detenida y la banda sin jefe y sin banda. Sin embargo, en cierta barriada marginal, un chico destacaba por su violencia, controlando todas las camisetas del equipo de fútbol de la ciudad.

Francisco Hervás Maldonado

Vida azarosa y milagros de dos cuñados

     Un señor natural de la provincia de León poseía el muy común don de la parentela, es decir: padres, hijos suegros, esposa, hermanos y cuñados. Y de todos estos deudos, uno destacaba, brillando con luz propia: su cuñado el del banco, más conocido como Federico “el tachuelas”, o bien don Federico, en ambientes más conservadores. Federico “el tachuelas” era un hombre de la banca y tal vez del banco, pues no desaprovechaba la ocasión de sentarse. No es que fuera un hombre obeso ni tampoco delicado de salud, sino que la sedencia le venía por afición. ¿Qué te visitaba?, pues antes de que se persignara un cura loco, ya estaba sentado. ¿Qué ibas a visitarle?, pues ni con escoplos y martillos se le despegaba el trasero del asiento. Tal vez porque deseara proteger ese orificio de la retaguardia, que la natura hizo puerta de salida y la medicina y el sexo convirtieron en puerta batiente. Nada, que no se divorciaba del sillón, sofá, silla, canapé, diván, poltrona, taburete, posón, trono, angarilla o poyete, o cualesquiera que fuese el vasar de su nalga. Un hombre muy partidario de las sinuosidades, oblicuidades y demás angulaciones, y poco de la perpendicularidad o paralelismo al terreno.

 Tachuelas trabajaba en un sillón de una sucursal bancaria, desde donde recibía y despachaba – con igual soltura y desparpajo – a sus clientes donantes y solicitantes de fondos. Muy sencillo: a los unos todo que sí y a los otros, todo que no. Hasta que un día, ese cuñado de culo asentado se topó con su también cuñado leonés, un tal Fernández, hombre de actividad inusitada y pierna batalladora, pues no paraba de moverse. “El Tachuelas”, así llamado por su notable afición a fijarlo todo con el método de “tente mientras cobro”, era un hombre de concepto provisional, revisable y efímero, una especie de científico de los de “a la me cago en diez”, que descubren, como Lope de Vega, “más de ciento en horas veinticuatro”.  Fernández, bachiller de León, era hombre dedicado al tráfico de cecinas, comunes en esas tierras (y en otras), a la hora del desayuno, almuerzo, merienda y cena, aunque hay quien redondea con la comida del mediodía, por aquello de no hacerles un feo a tan suculentos embutidos. El dinero obtenido con su viene y va, terminaba en el banco de Tachuelas, ora en cuenta a plazo fijo, ora en inversiones diversas, pues para vivir, el bachiller Fernández disponía de otra cuenta en otro banco, toda vez que con las cosas del diario no se debe de arriesgar. Allí iban su sueldo y gabelas. Por lo tanto, ambos cuñados se entendían en materia de lo superfluo, mas no en lo fundamental.

 Algún raro día en que se levantaba Tachuelas, ambos cuñados se encaminaban al bar, un lugar sofritado, con olor a salsa de albóndigas y gnocchi muy prietos de albahaca, regentado por un italiano afincado en la ciudad, un hombre partidario de la camiseta de tirantes y el mandil tradicional, gran cocinero y mejor vendedor del género, que les atizaba una pasta, una carne indefinida, de salsa muy llena de orégano, y el consabido “contornino d’insalata e pomodoro”, raras veces “delle patatine” y siempre verdaderos cántaros de su famoso “birra strapazzata”, es decir: revoltijo de cervezas varias, cada cual de sus orígenes. Lo más importante era que después de cobrarles, siempre les decía lo mismo: “in bocca al lupo”, que según él (y así era) quería decir “buena suerte”. Aquel italiano, apodado “Gorgonzola” por la vecindad, en razón de su afición al famoso queso, era un hombre de pasado ignoto, pero tampoco preocupaba eso mucho a la clientela, gente bragada y de pensamiento legionario: “nada importa su vida anterior”. Esas visitas al Gorgonzola, que fueron aumentando en frecuencia, hasta la casi cotidianeidad, servían para sus conciertos económicos, de los que se pasó a las confidencias y a una expansión comercial al terreno de lo privado, pues allí quedaron acordes para iniciar una vida crápula en días próximos.

 Lo primero para el crapuleo era hacer acopio de combustible, para lo que compraron pastillas de esas que convierten lo mustio en lozano, así como condones de diversa jaez, unos con olores y otros con sabores muy diversos. Los muy salaces se relamían, pues el equipo de los cuñados estaba listo para actuar. La siguiente maniobra era buscar una excusa para desaparecer un fin de semana del predio familiar, para lo que inventaron un viaje de negocios con meta en las playas de Huelva. Los cónyuges pusieron cara de póker y los niños, cucaban los ojos con medias sonrisas, pues la infancia siempre fue muy despierta en esta nuestra tierra. Tal vez por fiabilidad en el poder contractual del matrimonio o puede que porque sí, las esposas no dieron signos de inquietud o alarma, por lo que ambos cuñados quedaron en Gorgonzola para concretar su aventura. Gorgonzola, que además de cocinero era cotilla, escuchó la gestión de planes “ab initium”, metiéndose de rondón en la trama. Se pensó inicialmente en un viaje a Cuba, pero ahí iba todo el mundo para los asuntos del fornicio, de manera que resultaba peligroso, pues la probabilidad de ser observados en plena faena era notable. Luego se pensó en la costa azul, pero era cara, la costa amalfitana, ídem, y la costa del sol, eadem ídem. El bueno de Gorgonzola ofreció una solución: Nápoles, que es barato y accesible. Hubo que resolver temas de logística, pues el vuelo con “low cost” solo podía ser a Roma, donde habría que coger un tren hasta Nápoles, pero había un tren de Fiumicino – el aeropuerto de Roma – a Termini, de donde salía el tren ligero a Nápoles. Sin embargo, al efectuar la consulta en Internet, vieron que los vuelos “low cost” más ventajosos iban a Ciampino, el otro aeropuerto romano, desde donde solo había autobús a la ciudad. Reservaron por fin el vuelo, así como el hotel, uno de tres estrellas, aconsejado por Gorgonzola, que también se apuntó a la expedición carnal. Prepararon sus mejores galas: trajes, corbatas, etc. Todo ello quedó en el almacén de Gorgonzola, donde se cambiaron a unos ternos más informales y propios de la función por ejercer. Los cuñados pensaron que era bueno llevar a Gorgonzola de intérprete y asesor, puesto que iban a su tierra. Así es que dieron un tiento a la cuenta del bachiller, añadiendo unos billetes el Tachuelas y unas monedas Gorgonzola.

 Por fin llegó el codiciado week-end, marchando el viernes selecto, al “mezzogiorno”, en dirección a una de las T de Barajas, donde llegaron al anochecer, pues hay un paseíto desde León. Allí, tras pitidos y revisiones diversas, lograron pasar el control de seguridad y se dirigieron a su puerta de embarque. El coche quedó en uno de esos aparcamientos mastodónticos y horrorosos, construidos para deprimir a los conductores y animar a los recaudadores.

 Tras casi tres horas de viaje, aterrizaban de madrugada en Ciampino, desde donde fueron como pudieron hasta la ciudad, recalando en la estación Termini, lugar en donde tomaron el tren ligero de madrugada hasta Nápoles. Cuando llegaron al hotel estaban tan cansados, que se metieron en la cama, tras “la colazione”, hasta el mediodía. Se despertaron a una hora aceptable, comieron y decidieron dar una vueltecita por la ciudad, hasta la hora del puterío.

 Tan excitados estaban que a toda mujer que pasaba le decían cosas, algo que no es infrecuente por aquellos lares, pero que de vez en cuando puede resultar peligroso, dependiendo de quién sea la piropeada y, sobre todo, de quién sea su familia. Pero no les pasó nada: las cosas rodaban bien. Y llegó la hora del cabaret, donde había menos luz que en un tonel de aguardiente. Unos destellos rojizos, con unas hembras abrazadas a barras, ejercitando posturas provocativas, era todo lo que había. Y música, mucha música, ensordecedora música. Y chicas despechugadas y minifalderas que se ofrecían a los clientes, consumición incluida. Un puticlub estándar, vamos.

 Se concertaron los servicios y – tras una frugalísima cena – se dirigieron al hotel donde se permitía el intercambio carnal, que no era el suyo, previo pago de la correspondiente alcabala.

 Una juerga memorable, “menage a troi” incluido. Al final, ni condones ni pastillas ni gaitas. Todo natural. Bien, a la mañana siguiente volvieron a Roma, marchando luego a Ciampino para coger el vuelo de regreso, pero… ¡ay, que no había vuelo! Ni siquiera había compañía. Eso es lo malo de las compañías de “low cost”, que quiebran con mucha facilidad. El vuelo más próximo a salir para Madrid, con billetes disponibles, era a la mañana siguiente. Así es que allí pasaron la noche, como pudieron, dando cabezadas en los asientos del aeropuerto, hasta que unos eslavos les despertaron a punta de navaja, despojándoles de todo cuanto de valor llevaban y escapando a la carrera. Tras la oportuna denuncia, ya bien despiertos, afortunadamente dieron con una tarjeta de crédito que el bachiller Fernández llevaba en los calzoncillos, gracias a la cual pudieron defenderse. Menos mal que les dejaron los billetes y las llaves. La policía, al cabo del rato, les devolvió sus billeteras, encontradas en una papelera un poco más allá. Sin dinero, naturalmente, pero con documentos y tarjetas. Los Carabinieri son gente muy experimentada en estas cosas. Por fin, a las cuatro de la tarde, con cinco horas de retraso, salió su vuelo. Previamente habían telefoneado a sus esposas, anunciando su demora en la llegada.

 Al llegar a Madrid estaban tan cansados, que decidieron no ir a León hasta el martes, buscando un hostal para echar un sueño y descansar. Como quiera que se despertaran con hambre y era de noche, buscaron dinero en un cajero y marcharon a cenar por ahí. Tras la cena, copas y tras las copas, más mujerío. Esta vez con apoyo químico.

 Por fin, a las ocho de la tarde del martes, llegaron a su tierra. Tachuelas fue a casa, pero su mujer no estaba, ni los niños. A Fernández le sucedió tres cuartos de lo mismo. Gorgonzola, por el contrario, encontró todo en orden. El bachiller Fernández telefoneó a su cuñado Federico “el Tachuelas”, que le confirmó lo sucedido. Quedaron citados donde Gorgonzola, a la mañana siguiente, para ver qué pasaba. Sin embargo, ambos fueron despertados muy de madrugada por sendas llamadas telefónicas.

– Podéis seguir de putitas, pero por vuestra cuenta. Ya os notificarán la demanda de divorcio. Y no mintáis, que tenemos fotos de todo.

Negaron la evidencia, juraron enmendarse, prometieron rehacer todo el daño causado y demás, pero todo fue inútil. Mohínos, tristes, amurriados y con pocas ganas de verse, se reunieron en Gorgonzola, que les dio un consejo:

– Dovrebe vendere i due pisi e vivire solamente a uno – decía Gorgonzola en su lenguaje mixto hispano-italiano.

Y le hicieron caso. Vendieron el piso del bachiller y se fueron al del Tachuelas. ¡Y todo por una puñetera juerga! Las mujeres los dejaron tiritando por vía judicial. Pero lo que más les molestó es que les llamaron parásitos en el juicio, gente incapaz de vivir si no es chupando de los demás, una cultura de parásitos. No obstante, no se sabía bien quién era más parásito ahí. Bien, en sentido figurado – y puede que en el real – el más parásito era Gorgonzola, sobre todo cuando contaba el dinero que las dos mujeres le dieron por las fotos. Y también eran bastante parásitos los tres eslavos que les robaron, de acuerdo con Gorgonzola, quien fue a medias con ellos, y la mujer de la limpieza, que le dio las carteras a los Carabinieri, tras recibir la correspondiente propina de los compinches de Gorgonzola, el cual, pasado un tiempo prudencial, se mudó a Madrid, donde puso un lujoso restaurante a todo trapo, de gran renombre en los círculos políticos, que también, según y como, eran espiados por el equipo electrónico instalado al efecto. Un negocio muy rentable, con las bendiciones del CNI, entre otros. Gorgonzola cobraba del CNI, de los políticos extorsionados y de todo lo que se meneaba.

Lo malo de los parásitos es que de vez en cuando los pillan y los chafan. Y eso le sucedió a Gorgonzola. Un buen día, al salir del restaurante, tres individuos le estaban esperando con unos bates de béisbol y le metieron tal paliza que lo retiraron del negocio de manera definitiva por vía de la gran invalidez. Los malhechores recibieron una sustancial cantidad de los cuñados. Bueno, la mujer de Tachuelas se arrepintió y se lo contó todo, volviendo a casarse con él. Poco después, la mujer del bachiller hizo lo mismo. Creo que se soportan ambos matrimonios y creo que los cuñados se ven poco últimamente.

Francisco Hervás Maldonado

El paciente persistente

     
 Érase una vez un paciente llamado Almendruco, duro y pertinaz, como el ídem, pero también de un exquisito fondo, con un corazón muy proclive a los géneros lamineros, en su sentido figurado. Todo el mundo le quería, todo el orbe le ponderaba… ¿Todos…? Bueno, no todos. Su médico de cabecera, el doctor Sinfonio, lo detestaba profundamente. En cuanto le veía asomar la “jeró” se impacientaba, se inquietaba, se alteraba y escuchaba voces internas – eso sí, por fortuna, profundamente internas, muy íntimas – que le susurraban una palabra: “mata”. Otras veces, el susurro era menos agresivo, y solo decía “huye”. E incluso en ocasiones, el susurro del alma era lo bastante condescendiente como para simplemente decir “cierra los ojos, hazte el dormido, no le escuches”. El caso es que al bueno del doctor Sinfonio se le apretaban las costuras en cuanto veía al paciente Almendruco, pues se hinchaba y se hinchaba para contener sus habitualmente insólitos impulsos homicidas. Muchas veces llegaba a ponerse morado, edematoso, de contener la respiración e incluso el aliento, se le retenían los orines y respiraba después jadeante, mientras para sí pensaba: “si no lo mato yo, me matará él a mí”.

 Bueno, todo se debía a un problema de incomunicación por saturación. Porque hay muchos tipos de pacientes. Tenemos a los “pasatantos”, que son aquellos que dicen eso de que “es que pasa tanto esto o aquello”, que acuden a diario a consulta. Y si por casualidad faltan un día, en cuanto aparecen se justifican así: “es que no me encontraba bien, por eso no vine ayer”. Luego están los “yamesacan”, que dicen eso de que “ya me sacan bastante por esto, como para no aprovecharlo”. Luego vienen los “delicados”, que siempre alegan que “como estoy delicado, me conviene cuidarme”. A continuación vienen los “poyaques”, que son parecidos a los de la construcción: “pos ya que he venío, écheme las gomas”. Y por último tenemos a los “sidoctor”, que dicen constantemente “si doctor” o “si doctora”, pero luego hacen el mismo caso que el corsario Drake a los violines de Paganini, de manera que se limitan a lo que les zumba y punto. Naturalmente, hay muchas formas mixtas.

 Pero es que también hay varios tipos de médicos. Así, tenemos los “demostrativos”, que todo han de averiguarlo según el modelo científico, de manera que ejercen poco tiempo, pues los suelen poner de patas en la calle, por gastar en días el presupuesto de años. Luego tenemos a los “queseyo”, los cuales viven en una duda perpetua y deciden al azar. No es que sean malos médicos, sino que les gusta vivir el riesgo de la incertidumbre. Además, están los “toycansao”, que siempre necesitan la soledad, como los números transcendentes (pi, fi, e, i…). Por otra parte, tenemos a los “nomecoges”, cuya rapidez en la fuga resulta ser algo más que notable. Y para terminar, los del retrete: “toyocupao”, que jamás te dan hora, pues siempre están ocupados, debiendo esperar tiempo y tiempo para poderlos ver.

 Bien, pues Almendruco era un híbrido de pasatanto, poyaque y sidoctor, mientras que el doctor Sinfonio ejercía mestizaje de queseyo, toycansao y nomecoges. Un cóctel explosivo, si los juntabas.

 Así, por ejemplo, Almendruco acudía a la consulta del doctor Sinfonio…

– Pero… ¿otra vez por aquí?
– Si, doctor – respondía Almendruco.
– Y ahora… ¿qué le pasa?
– Un dolorcito en el brazo derecho, esta noche.
– ¿Y se le ha pasado?
– Si, doctor.
– ¿Entonces, para qué viene?
– Es que como se oye que pasa tanto…
– Y también que no pasa.
– ¿Pero… y si pasa?
– ¿Y si no pasa?
– Pues nada, a rezar para que no pase – concluía el doctor.
– Bueno, pues ya que he venido, tómeme usted la tensión.

Y el médico se la tomaba, mientras le decía:

– Mire, Almendruco, otro día seguimos, que hoy llevo una mañana agotadora.
– Si, doctor.
– La tensión está bien, pero como está en el límite, procure comer sin sal.
– Si, doctor.

Por fin se iba, pero como se le había olvidado insistir en lo del brazo, volvía a abrir la puerta. Pero… ¡ah!, el doctor había desaparecido. ¿Dónde estaría? Pues con una velocidad inusitada había salido de la consulta y ya estaba tres calles más allá tomándose una tila. ¡Qué agilidad de piernas! Y así o parecido un día tras otro.

Naturalmente, Almendruco se arreaba unos boquerones en salmuera, un tonel de cañas de cerveza y seis arrobas de sal y picantes en todo lo que comía. Eso sí, jamás discutía las órdenes del doctor Sinfonio: Si, doctor.

– Pero si la tensión ha subido. ¿Comes con sal?
– Si, doctor.
– Pero… ¿no te dije que comieras sin sal?
– Si, doctor.
– Bueno, pues entonces tendré que mandarte unas pastillas.
– Sí, doctor

Y las pastillas jamás fueron compradas. Tal vez el bueno de Almendruco pensaba aquello de que “hemos de ir al médico para que el médico pueda vivir, comprar las medicinas para que el farmacéutico pueda vivir y no tomarlas, para que nosotros podamos también vivir”. Ahora bien, si no hacía caso ¿por qué no cambiaba de médico? Y es que ya se sabe: “médico y confesor, a gusto del consumidor”, de manera que Almendruco era partidario de marear al doctor Sinfonio, al que ya tenía domado.

Todo estaba programado en la vida de esa pareja, de desamores asociados a dudas metafísicas acerca del bien y del mal. Un buen día, como suele suceder en las mejores familias, al bueno de Almendruco le dio mucha fiebre: 39 grados. No pudo acudir, por tanto, a su cita diaria con el doctor Sinfonio, lo que le produjo un día de gran felicidad al citado galeno. Sin embargo, al día siguiente apareció la mujer de Almendruco por la consulta.

– Soy la esposa del señor Almendruco, su paciente. Lleva dos días con mucha fiebre y quiere que le visite en casa.
– ¿Qué fiebre tiene? – preguntó el doctor Sinfonio, haciendo la muestra, como los perros de caza.
– Más de treinta y nueve hoy.
– ¿Tiene tos, estornuda, le duele algo? – pensó el doctor Sinfonio, en parte preocupado y en parte feliz, por la posibilidad de que tuviese algo fatal, para librarse de él.
– Yo no le noto nada más que fiebre.
– Bueno, bueno – contestó resignado el médico, – ahora en cuanto acabe la consulta iré a verle.
– Muchas gracias, doctor.

Y así lo hizo. Cuando llegó a su casa, vio que Almendruco tenía la misma cara que siempre, sin parecer que estuviera enfermo, de manera que le auscultó, le miró la garganta, le palpó y percutió las tripas por aquí y por allá, le preguntó si le escocía al orinar… Nada. Así es que le pidió de urgencia una radiografía de tórax y unos análisis de sangre y orina, así como la prueba de Mantoux. Una semana después, acudió a su consulta muy abrigado con todas las pruebas: todo normal, Radiografía normal, Mantoux negativo, análisis normales, cultivo de orina negativo. Nada. Bueno, siendo un pelín perspicaz se observaba en el límite superior de normalidad una de las transaminasas. Así es que, no sabiendo qué hacer, le mandó un antitérmico, unas vitaminas y que bebiese mucha agua.

– Si, doctor.

La respuesta hacía suponer que ni puñetero caso, pero estaba la mujer presente, de manera que existía alguna esperanza en este momento. Les dio el número de su móvil, por si surgían problemas y se fueron. A continuación, el doctor Sinfonio se fue “a calzón quitado” hacia la tienda de móviles más próxima, donde cambió de número para no ser localizable. Y seguidamente se marchó de vacaciones, dejándoselo encomendado a la joven doctora que le suplía durante ese periodo.

Un mes después volvía el médico a su consulta. Allí estaba Almendruco.

– ¿Qué tal?
– Con fiebre, doctor.
– ¿Pero no se te pasó?
– Si, doctor, pero ha vuelto.

“¡Horror!”, pensó el doctor Sinfonio, “esto es una pesadilla. Jamás volveré a ser feliz”. Nuevos análisis y radiografías. Nada de nada. Así es que lo mandó al consultor de Medicina Interna del Hospital de referencia. Pasó el tiempo y regresó Almendruco.

– ¿Se solucionó su fiebre?
– No, doctor – por fin una variante en la respuesta.
– ¿Qué le dijo el especialista?
– Nada.
– ¿Y eso?
– Se murió de un infarto.

Lagarto, lagarto. ¿No sería gafe el dichoso Almendruco? El médico estaba preocupadísimo.

– Pues volvemos a empezar.
– Si, doctor.

Nuevos análisis, nuevas radiografías, nuevas negatividades. Y nueva huída, esta vez al bar, del médico en cuanto Almendruco se dio la vuelta. Estaba tomándose un copazo el doctor Sinfonio cuando escuchó una voz a su espalda.

– Hola, doctor.

Allí apareció Almendruco, con su temosidad y persistencia. Puede que tuviera fiebre, pero la cara era excelente, como si estuviese preparando una juerga monumental.

– ¿Puedo invitarle? – dijo el incombustible paciente.
– Bueno – contestó el médico, sorprendido y sin saber qué decir.

Y se tomaron dos copazos de anís de Chinchón como dos soles, y otros dos y otros dos. Las lenguas se soltaron, recordaron tiempos y aficiones comunes y remataron con otro par de copas más y más y más… Al final salieron abrazados y cantando del bar, se mearon en una farola, de la cogorza que tenían, y fueron amonestados por un guardia, que les multó entre carcajadas de ellos, por manchar las propiedades públicas, escándalo y falta de respeto a la autoridad. Tras romper la multa con mucho cuidado, siguieron la juerga aquí y allá, hasta el alba. El sol les sorprendió dando ronquidos en unos bancos del parque. Volvieron a sus casas, despidiéndose con algún que otro guiño de complicidad. Allí descubrieron que sus mujeres traían frito al 112, el teléfono de emergencias, buscándoles. Fueron abroncados, amenazados, insultados e incluso bastante despreciados. Pero aquello pasó, porquen todo pasa. Y se volvieron a ver en la consulta.

– ¿Has vuelto a tener fiebre? – ya se tuteaban, pues las copas unen mucho.
– No, doctor. Mano de santo. Nada como una buena juerga para curar las fiebres. Habrá que repetirla. Por razones preventivas, naturalmente.

Mientras Almendruco decía aquello, una sonrisa cómplice se asomaba al rostro de ambos hombres…

– Naturalmente – añadió el ínclito doctor Sinfonio.

Francisco Hervás Maldonado