Ehrlich ¿un personaje con suerte?

Ehrlich empezó con buen pie los estudios de Medicina. Sus primeros protectores fueron su primo, mayor que él, el celebre patólogo Carl Weigert y el más célebre todavía Robert Koch. Éste, en una visita a Breslau, conoció a un joven que sus profesores lo presentaron como un magnífico artista mezclando colorantes pero nefasto estudiante. Era el “retrato” de Paul Ehrlich.

 

Tras suspender muchos exámenes y repetir curso contó con la benevolencia de sus profesores de Breslau … y Estrasburgo, Friburgo y Leipzig donde mal que bien iba aprobando asignaturas. Vamos, que fue muy mal estudiante pero al graduarse ya había diferenciado con sus tintes cinco nuevas clases de células sanguíneas.

 

Fue nombrado ayudante del famoso von Frerichs en Berlín (clínica de la Charite), parece que por una confusión. Allí demostró ser peor médico que estudiante. Solo le interesaban las tinciones histopatológicas y sus visitas a pacientes, con su bata de “pintor” mas que de médico, levantaba todo tipo de suspicacias, hasta que fue relevado de la labor asistencial y “confinado” al laboratorio. En el laboratorio no era mejor. Los biógrafos lo describen como torpe, desordenado, descuidado, incluso con muestras patológicas peligrosas… Su mesa era un caos.

 

Ehrlich observó que el bacilo tuberculoso una vez teñido era la única bacteria que resistía a la decoloración con alcohol-ácido y para demostrarlo, tras teñir una preparación en anilina disuelta en agua, decoloró con ácido nítrico y tiñó con violeta de genciana. Comunicó su método el 1-5-1882 y en 1885, en un artículo, el patólogo Heinrich A. Johne puso una nota a pie de página donde refirió un cambio absurdo de anilina por ácido carbólico del bacteriólogo Ziehl y otro del nítrico por sulfúrico del patólogo Neelsen. Desde entonces se conoce como método de Zielh-Neelsen cuando el mérito se le debe a Ehrlich. A su mala suerte se sumó el diagnóstico una tuberculosis de tal gravedad que sus colegas le “desahuciaron”, al menos profesionalmente, y viajó a Egipto a curarse. Sin ser consciente de su gravedad, allí siguió trabajando y contactando con Koch. Milagrosamente se recuperó

 

Volvió a Berlín y su mujer, con posibles económicos, le montó un laboratorio y reapareció Koch en su vida que le invitó a irse con él, con quien trabajaba ya Gaffky, Loeffler, Pfeiffer, Welch y Kitsato. Aceptó pero con condiciones, exigió y consiguió laboratorio y ¡colorantes! propios. Luego el gobierno le asignó un espacio en el laboratorio que había montado en Steglitz cerca de Berlín donde trabajó con la antitoxina diftérica que, paradójicamente, es lo que le empezó a dar fama mundial. Llegaron visitantes y becarios que ya no cabían en Steglitz por lo que, en última instancia, la administración le construyó otro laboratorio mayor en Francfort. También el espacio se quedó pronto pequeño y a punto de una crisis económica, y sin poder volver a los colorantes, su especialidad, su mujer volvió a resultar providencial. Logró de la viuda de un banquero la financiación necesaria para solucionar todos los problemas económicos y abrir un laboratorio contiguo al anterior, el laboratorio George Speyer en honor al mecenas. Sería definitivo para la quimioterapia.

 

Impenitente fumador de puros, extuberculoso, seguía siendo tan desordenado que se ayudaba de “papelitos” que llenaban los bolsos de su bata, chaqueta… menos mal que los datos de sus experimentos y los pedidos de 606 los llevaba mejor ordenados, ¡los escribía a lápiz en las puertas de los armarios! Pero tenía la fortuna de contar con algunos incondicionales, como su eficiente secretaria (Martha Marguardt) y el ex sargento Kaclereit, mozo para todo, además de su mujer, su primo y sus colaboradores que le admiraban, pese a sus muchas extravagancias. No dejó de tener detractores por curar la “maldición del pecado impuesta por Dios”. Todo se sucedió providencialmente si se hubieran torcido ¡no habría llegado la era de la quimioterapia!

 

Varios hechos pueden referirse como desafortunados: Sus fracasos como estudiante y como internista, el “robo” de su método de tinción del bacilo tuberculoso, los bandazos en varias líneas de investigación teniendo que abandonar, aunque solo parcialmente, sus colorantes y el ser satanizado por algunos detractores al curar pecadores. La sociedad de la época no siempre era aquiescente con los “protegidos” y Ehrlich lo fue de varios personajes incluida su mujer. Su extravagancia le acompaña al recibir el premio Nobel por las teorías y trabajos que prácticamente menos méritos tenían. En todo caso tendría que haber recibido un segundo Nobel por sus aportaciones a la quimioterapia. Incluso su fama final llevó a algún humorista de la época a decir que tenía tantas visitas de tanta gente pesada que por no desairarlos prefirió morirse en 1915. Noventa y cinco años después podremos afirmar que Ehrlich fue la “piedra angular” de la quimioterapia.

 

J. Prieto Prieto.