El paciente persistente

     
 Érase una vez un paciente llamado Almendruco, duro y pertinaz, como el ídem, pero también de un exquisito fondo, con un corazón muy proclive a los géneros lamineros, en su sentido figurado. Todo el mundo le quería, todo el orbe le ponderaba… ¿Todos…? Bueno, no todos. Su médico de cabecera, el doctor Sinfonio, lo detestaba profundamente. En cuanto le veía asomar la “jeró” se impacientaba, se inquietaba, se alteraba y escuchaba voces internas – eso sí, por fortuna, profundamente internas, muy íntimas – que le susurraban una palabra: “mata”. Otras veces, el susurro era menos agresivo, y solo decía “huye”. E incluso en ocasiones, el susurro del alma era lo bastante condescendiente como para simplemente decir “cierra los ojos, hazte el dormido, no le escuches”. El caso es que al bueno del doctor Sinfonio se le apretaban las costuras en cuanto veía al paciente Almendruco, pues se hinchaba y se hinchaba para contener sus habitualmente insólitos impulsos homicidas. Muchas veces llegaba a ponerse morado, edematoso, de contener la respiración e incluso el aliento, se le retenían los orines y respiraba después jadeante, mientras para sí pensaba: “si no lo mato yo, me matará él a mí”.

 Bueno, todo se debía a un problema de incomunicación por saturación. Porque hay muchos tipos de pacientes. Tenemos a los “pasatantos”, que son aquellos que dicen eso de que “es que pasa tanto esto o aquello”, que acuden a diario a consulta. Y si por casualidad faltan un día, en cuanto aparecen se justifican así: “es que no me encontraba bien, por eso no vine ayer”. Luego están los “yamesacan”, que dicen eso de que “ya me sacan bastante por esto, como para no aprovecharlo”. Luego vienen los “delicados”, que siempre alegan que “como estoy delicado, me conviene cuidarme”. A continuación vienen los “poyaques”, que son parecidos a los de la construcción: “pos ya que he venío, écheme las gomas”. Y por último tenemos a los “sidoctor”, que dicen constantemente “si doctor” o “si doctora”, pero luego hacen el mismo caso que el corsario Drake a los violines de Paganini, de manera que se limitan a lo que les zumba y punto. Naturalmente, hay muchas formas mixtas.

 Pero es que también hay varios tipos de médicos. Así, tenemos los “demostrativos”, que todo han de averiguarlo según el modelo científico, de manera que ejercen poco tiempo, pues los suelen poner de patas en la calle, por gastar en días el presupuesto de años. Luego tenemos a los “queseyo”, los cuales viven en una duda perpetua y deciden al azar. No es que sean malos médicos, sino que les gusta vivir el riesgo de la incertidumbre. Además, están los “toycansao”, que siempre necesitan la soledad, como los números transcendentes (pi, fi, e, i…). Por otra parte, tenemos a los “nomecoges”, cuya rapidez en la fuga resulta ser algo más que notable. Y para terminar, los del retrete: “toyocupao”, que jamás te dan hora, pues siempre están ocupados, debiendo esperar tiempo y tiempo para poderlos ver.

 Bien, pues Almendruco era un híbrido de pasatanto, poyaque y sidoctor, mientras que el doctor Sinfonio ejercía mestizaje de queseyo, toycansao y nomecoges. Un cóctel explosivo, si los juntabas.

 Así, por ejemplo, Almendruco acudía a la consulta del doctor Sinfonio…

– Pero… ¿otra vez por aquí?
– Si, doctor – respondía Almendruco.
– Y ahora… ¿qué le pasa?
– Un dolorcito en el brazo derecho, esta noche.
– ¿Y se le ha pasado?
– Si, doctor.
– ¿Entonces, para qué viene?
– Es que como se oye que pasa tanto…
– Y también que no pasa.
– ¿Pero… y si pasa?
– ¿Y si no pasa?
– Pues nada, a rezar para que no pase – concluía el doctor.
– Bueno, pues ya que he venido, tómeme usted la tensión.

Y el médico se la tomaba, mientras le decía:

– Mire, Almendruco, otro día seguimos, que hoy llevo una mañana agotadora.
– Si, doctor.
– La tensión está bien, pero como está en el límite, procure comer sin sal.
– Si, doctor.

Por fin se iba, pero como se le había olvidado insistir en lo del brazo, volvía a abrir la puerta. Pero… ¡ah!, el doctor había desaparecido. ¿Dónde estaría? Pues con una velocidad inusitada había salido de la consulta y ya estaba tres calles más allá tomándose una tila. ¡Qué agilidad de piernas! Y así o parecido un día tras otro.

Naturalmente, Almendruco se arreaba unos boquerones en salmuera, un tonel de cañas de cerveza y seis arrobas de sal y picantes en todo lo que comía. Eso sí, jamás discutía las órdenes del doctor Sinfonio: Si, doctor.

– Pero si la tensión ha subido. ¿Comes con sal?
– Si, doctor.
– Pero… ¿no te dije que comieras sin sal?
– Si, doctor.
– Bueno, pues entonces tendré que mandarte unas pastillas.
– Sí, doctor

Y las pastillas jamás fueron compradas. Tal vez el bueno de Almendruco pensaba aquello de que “hemos de ir al médico para que el médico pueda vivir, comprar las medicinas para que el farmacéutico pueda vivir y no tomarlas, para que nosotros podamos también vivir”. Ahora bien, si no hacía caso ¿por qué no cambiaba de médico? Y es que ya se sabe: “médico y confesor, a gusto del consumidor”, de manera que Almendruco era partidario de marear al doctor Sinfonio, al que ya tenía domado.

Todo estaba programado en la vida de esa pareja, de desamores asociados a dudas metafísicas acerca del bien y del mal. Un buen día, como suele suceder en las mejores familias, al bueno de Almendruco le dio mucha fiebre: 39 grados. No pudo acudir, por tanto, a su cita diaria con el doctor Sinfonio, lo que le produjo un día de gran felicidad al citado galeno. Sin embargo, al día siguiente apareció la mujer de Almendruco por la consulta.

– Soy la esposa del señor Almendruco, su paciente. Lleva dos días con mucha fiebre y quiere que le visite en casa.
– ¿Qué fiebre tiene? – preguntó el doctor Sinfonio, haciendo la muestra, como los perros de caza.
– Más de treinta y nueve hoy.
– ¿Tiene tos, estornuda, le duele algo? – pensó el doctor Sinfonio, en parte preocupado y en parte feliz, por la posibilidad de que tuviese algo fatal, para librarse de él.
– Yo no le noto nada más que fiebre.
– Bueno, bueno – contestó resignado el médico, – ahora en cuanto acabe la consulta iré a verle.
– Muchas gracias, doctor.

Y así lo hizo. Cuando llegó a su casa, vio que Almendruco tenía la misma cara que siempre, sin parecer que estuviera enfermo, de manera que le auscultó, le miró la garganta, le palpó y percutió las tripas por aquí y por allá, le preguntó si le escocía al orinar… Nada. Así es que le pidió de urgencia una radiografía de tórax y unos análisis de sangre y orina, así como la prueba de Mantoux. Una semana después, acudió a su consulta muy abrigado con todas las pruebas: todo normal, Radiografía normal, Mantoux negativo, análisis normales, cultivo de orina negativo. Nada. Bueno, siendo un pelín perspicaz se observaba en el límite superior de normalidad una de las transaminasas. Así es que, no sabiendo qué hacer, le mandó un antitérmico, unas vitaminas y que bebiese mucha agua.

– Si, doctor.

La respuesta hacía suponer que ni puñetero caso, pero estaba la mujer presente, de manera que existía alguna esperanza en este momento. Les dio el número de su móvil, por si surgían problemas y se fueron. A continuación, el doctor Sinfonio se fue “a calzón quitado” hacia la tienda de móviles más próxima, donde cambió de número para no ser localizable. Y seguidamente se marchó de vacaciones, dejándoselo encomendado a la joven doctora que le suplía durante ese periodo.

Un mes después volvía el médico a su consulta. Allí estaba Almendruco.

– ¿Qué tal?
– Con fiebre, doctor.
– ¿Pero no se te pasó?
– Si, doctor, pero ha vuelto.

“¡Horror!”, pensó el doctor Sinfonio, “esto es una pesadilla. Jamás volveré a ser feliz”. Nuevos análisis y radiografías. Nada de nada. Así es que lo mandó al consultor de Medicina Interna del Hospital de referencia. Pasó el tiempo y regresó Almendruco.

– ¿Se solucionó su fiebre?
– No, doctor – por fin una variante en la respuesta.
– ¿Qué le dijo el especialista?
– Nada.
– ¿Y eso?
– Se murió de un infarto.

Lagarto, lagarto. ¿No sería gafe el dichoso Almendruco? El médico estaba preocupadísimo.

– Pues volvemos a empezar.
– Si, doctor.

Nuevos análisis, nuevas radiografías, nuevas negatividades. Y nueva huída, esta vez al bar, del médico en cuanto Almendruco se dio la vuelta. Estaba tomándose un copazo el doctor Sinfonio cuando escuchó una voz a su espalda.

– Hola, doctor.

Allí apareció Almendruco, con su temosidad y persistencia. Puede que tuviera fiebre, pero la cara era excelente, como si estuviese preparando una juerga monumental.

– ¿Puedo invitarle? – dijo el incombustible paciente.
– Bueno – contestó el médico, sorprendido y sin saber qué decir.

Y se tomaron dos copazos de anís de Chinchón como dos soles, y otros dos y otros dos. Las lenguas se soltaron, recordaron tiempos y aficiones comunes y remataron con otro par de copas más y más y más… Al final salieron abrazados y cantando del bar, se mearon en una farola, de la cogorza que tenían, y fueron amonestados por un guardia, que les multó entre carcajadas de ellos, por manchar las propiedades públicas, escándalo y falta de respeto a la autoridad. Tras romper la multa con mucho cuidado, siguieron la juerga aquí y allá, hasta el alba. El sol les sorprendió dando ronquidos en unos bancos del parque. Volvieron a sus casas, despidiéndose con algún que otro guiño de complicidad. Allí descubrieron que sus mujeres traían frito al 112, el teléfono de emergencias, buscándoles. Fueron abroncados, amenazados, insultados e incluso bastante despreciados. Pero aquello pasó, porquen todo pasa. Y se volvieron a ver en la consulta.

– ¿Has vuelto a tener fiebre? – ya se tuteaban, pues las copas unen mucho.
– No, doctor. Mano de santo. Nada como una buena juerga para curar las fiebres. Habrá que repetirla. Por razones preventivas, naturalmente.

Mientras Almendruco decía aquello, una sonrisa cómplice se asomaba al rostro de ambos hombres…

– Naturalmente – añadió el ínclito doctor Sinfonio.

Francisco Hervás Maldonado