Una pandilla que se orientaba

  

    Lo que siempre tuvo claro “Juan Pistolas” es que le gustaba matar. Por eso, ya de pequeñito se entrenaba, en régimen de mamporros, con todo quisque con quien se cruzara. “Dame ese cromo de Spiderman” – decía, por ejemplo – y como fuera que no se lo diese, ensalada de tortas que, aunque fuera bilateral, siempre le promocionaba como ser violento y peligroso. Además, como consecuencia del entrenamiento, acabó sabiendo esquivar bien los golpes y atizarlos en el lugar preciso para dejar desencolado a su contrincante. Un asco de niño. A sus padres les traía sin cuidado todo esto, pues la única preocupación de tales progenitores era el vino, puesto que las relaciones sexuales pasaron a mejor vida conforme prosperaron las relaciones enólicas, sustituyéndolas en forma bravía e incontinente.

    Un buen día, Juan Pistolas dio con una navajilla en los calzones de su padre, mientras este roncaba tras su enésima jumera. Era una navajilla de esas con sacacorchos, que probablemente era lo que usaba para su enopatía. Por desgracia, en ese momento su madre no estaba disponible, pues había decidido morirse por vía del atragantamiento. Así es que, en un momento, Pistolas quedó huérfano de madre y propietario de una navaja. Cuando el padre despertó y por un rato tuvo conciencia de su viudedad, agarró un coma etílico del que ya tampoco despertó. O sea, que en 24 horas, Juan Pistolas, a la edad de catorce años, se convirtió en autónomo, pasando a ser tutelado por el Estado en una casa de acogida, donde pinchó a dos o tres, partió las narices a otro y escapó un buen día, pues iban a llevarlo a un correccional. Estuvo viviendo solo durante unos meses, robando aquí y allí para comer, pernoctando entre mendigos, en unos soportales del centro de la ciudad, y robando con poca elegancia y mucha violencia. Un buen día tropezó con un furgón en el que varios chicos eran trasladados, acaso a un correccional o quizás a una vista del Tribunal de menores, asomando las cabezas por el cristal lateral del mismo, y aprovechando un semáforo, pinchó una de las ruedas con su navaja. El conductor bajó, acompañado del vigilante, y en un pis-pás se llevaron media docena de navajazos, quitándole la pistola al guardia, así como las llaves del candado que cerraba la portezuela posterior del furgón. Liberó a los chicos, que serían de su edad (entre quince y diecisiete) más o menos, los cuales le siguieron hasta un callejón no muy lejano, donde reunidos acordaron dos cosas: formar una banda y que Juan Pistolas fuera el jefe.

    Lo primero fue robar comida, tabaco y bebidas, para celebrar su alianza en una nave abandonada del polígono industrial de la ciudad, la cual se convirtió en su refugio. Les faltaba de todo: muebles, ropa… Todo lo fueron robando con meticulosa precisión, ni mucho ni poco, para no llamar excesivamente la atención, y en diversos barrios y pueblos aledaños, con objeto de no despertar sospechas. En seis meses tenían aquello en condiciones, e incluso adecentaron el aseo que allí había, así como una cocinilla que debió ser del guarda de la nave en su tiempo, cuando funcionaba como almacén, robando las correspondientes bombonas de butano de vez en cuando.

    Un buen día se presentó la Policía Municipal allí, preguntándoles el motivo por el que estaban viviendo en ese lugar, si estaban autorizados y quién era el responsable. Dos de los chicos eran ya mayores de edad, pues habían cumplido los 18, haciéndoselo así saber a los policías, que se fueron con idea de efectuar las oportunas averiguaciones y volver después. Aquella noche robaron un camión, lo cargaron casi todo y se marcharon a otra ciudad. Así estuvieron, de un sitio para otro, hasta que Pistolas decidió dejar de viajar. Había cumplido los veinticuatro, vivía con una chica que se les unió (una de las varias que se les juntaron) y decidió tener su propia casa, así es que necesitaban dinero. Ya no valían los pequeños atracos. Había que dar un gran golpe. Así es que seleccionaron un banco y decidieron atracarlo mediante un butrón.

    Les salió bien la jugada, pues dieron con las cajas de seguridad particulares, que fueron reventando una tras otra, con ayuda de palanquetas, taladradoras y sopletes, para lograr reunir un botín de más de un millón de euros, una vez vendidas las joyas y valores. Compraron unos chalés adosados en una urbanización tranquila, quedándose uno para Pistolas y otros dos para los demás. Pagaron al contado y no hubo preguntas. Después se metieron en negocios de compra-venta de terrenos. El negocio era sencillo. Se presentaba Pistolas para hablar con los dueños y les hacía una sencilla oferta: la cuarta parte de su valor o un par de tiros a cada uno. Alguno se llevó los tiros, pero no fueron muchos. El negocio prosperó tanto que crearon su propia inmobiliaria. Ya por entonces se había mudado Pistolas a un chalé aislado, casi una mansión, con piscina, campo de tenis, sauna… Tenía dos niños de diversas compañeras (solía cambiar de vez en cuando), cuidados por tatas, que le admiraban bastante, pero que no eran violentos, pues él ya se preocupó de que así fuera y disimulaba bastante en su presencia.

    Todo en la vida de Juan pistolas y su pandilla estaba muy claro: yo, mi, me, conmigo. “Estamos muy bien orientados”, comentaban entre sí. Ninguna duda había de que todo habría de ser sometido a su santa voluntad. Pero…

    Un buen día, Pistolas, que poseía un apéndice voluminoso entre las dos piernas, vino a enamorarse – o tal vez encelarse – de una jovencita espectacular, una auténtica vedette, un primor de hembra. Juan Pistolas no cumplía ya los 40. “Esa es para mí”, se dijo Pistolas, pasando al ataque a continuación. La obsequió, invitó, requebró, exigió e incluso amenazó, con objeto de que cediera a su lasciva inconclusa, pero nada. Suplicó, rogó, ensalzó y casi agredió, pero tampoco. Así es que decidió utilizar el chantaje como medio más convincente.

    Se enteró de su domicilio, de quienes eran sus padres y hermanos, de lo que cada día hacían todos y cada uno de ellos, pasando al ataque con información detallada. “La información es el poder”, se dijo.

    Una mañana, alguien se acercó a la madre de aquella chica y le dijo unas palabras. La madre le contestó con un bolsazo, quedando ahí la cosa. Al día siguiente, la madre era sujetada por dos individuos, mientras que un tercero, con unos alicates, le machacaba literalmente el dedo meñique. El padre recurrió a la policía, pero nada se aclaró, pues los individuos no estaban fichados y tampoco servía tener muestra alguna de ADN, si no había sospechosos.

    A los pocos días, el Pistolas le hizo saber a su amada que se había enterado de lo que le había pasado a su madre y estaba preocupado, por si a ella le ocurría otro tanto. Pese a que la chica se asustó, continuó desdeñosa y no cedió. Sin embargo, esta vez se lo contó a su novio, que era bastante despierto y demasiado audaz. El novio esperó a que Juan Pistolas saliera de su casa, siguiéndolo a la oficina y observando sus costumbres. Todos los días salía a comer a un restaurante próximo alrededor de las tres, al parecer sin escolta. Después, a eso de las cuatro menos cuarto de la tarde, se daba un paseito de una media hora por un parque cercano, volviendo a trabajar poco antes de las cuatro y media. Organizó el plan. Primero buscó un cuchillo de cocina, que se guardó en el abrigo, esperando al paseo por el parque. Una vez allí, se acercó a Pistolas.

– Buenas tardes, ¿podría hablar con usted?
– Ahora no; estoy paseando.
– Pues va a ser ahora. Soy el novio de la chica a la que usted acosa y va a dejar de hacerlo, si es que quiere seguir vivo.
– Tranquilízate, que te confundes…
– No me confundo – dijo, mientras se abría el abrigo, enseñándole el cuchillo.

    En ese momento, salidos de no se sabe dónde, aparecieron dos individuos con sendos garrotes que le apalearon a conciencia, dejando al muchacho sobre el terreno, sangrando y semiinconsciente. Seguidamente avisaron a la policía, que se lo llevó detenido al hospital, pues tenía el cuchillo y los dos testigos que le habían visto amenazar a Pistolas.

    Enterada la novia de lo sucedido, urdió un plan “biológico” para vengarse. Primero buscó a un amigo, que trabajaba en un laboratorio de microbiología ambiental, pidiéndole una sustancia biológica para acabar con una plaga de ratas que tenían en el chalé de la sierra sus padres. En realidad, solo había una rata, llamada Juan Pistolas, y vivía en la ciudad, en una urbanización de lujo. Este le preparó una colección de esporas de Histoplasma capsulatum, metidas en un bote perfumador vacío, inyectándole un gas, freón, como propelente, junto con un poco de oxígeno. El producto era válido para una superficie de 10 X10 metros, en condiciones de humedad, debiendo sellar la estancia antes de aplicarlo, haciéndolo a través de una cánula ajustada a la puerta, sellada al bote. Después de aplicarlo, había que sellar el orificio de la cánula, introduciendo el bote en una bolsa de plástico autosellable y devolviéndoselo a él, para que lo destruyese, Además, habría de aplicarlo con mascarilla puesta, una de esas de bioseguridad, del tipo N95, que le proporcionó también el microbiólogo.

    Mientras su amigo le preparaba el bote con las esporas, que tardaría un mes, aproximadamente, la chica fingió ceder a los intentos seductores de Pistolas. Primero rompió con su novio, por considerarlo un criminal. Después se disculpó con el gangster, citándolo el fin de semana para pasar la tarde del sábado. Una vez juntos, había quedado con su hermano en que la telefonease con cualquier excusa y así sucedió, debiendo marchar urgentemente de viaje a un pase de modelos fuera del país, por lo que el Pistolas la acompañó al aeropuerto, donde tomó un avión a Roma. Allí en Roma pasó unos días con unos amigos, volviendo en mitad de semana. Y repitió la jugada. Esta vez no escapando. El gangster Pistolas estaba excitadísimo y casi no cenó, urgiéndola amores a todo trance, accediendo ella, una vez recibidos un par de regalitos: una pulsera de brillantes y un chaquetón de armiño. La verdad es que Juan Pistolas era un buen amante. Cumplió bien, con gentileza y brío, como la situación demandaba. Ella tampoco era lerda, pues había participado en el concierto amoroso con muy diversos galanes, de todo color y condición, aunque – eso sí – siempre con suculenta cartera.

    Continuaron las visitas acortándose en el tiempo, hasta que un día decidieron que ella se mudase a la lujosa mansión de él. Unos días más tarde, la chica llevaba el frasco de esporas y la mascarilla en el bolso (un bolso de Loewe, de piel de cocodrilo; bastante caro, ciertamente).

    Llegados a este punto, hemos de hacer un par de consideraciones: Pistolas roncaba, durmiendo con la boca abierta, desde muy joven, cuando en una de sus peleas, le rompieron la nariz, quedándole una desviación residual del tabique nasal, que le impedía respirar bien por la nariz y le provocaba una destilación nasal importante, especialmente por las mañanas (por aquello de la llamada rinitis vasomotora, frecuente al levantarse en muchas personas). La otra consideración es que tenía el sueño bastante ligero, despertándose con suma facilidad ante cualquier ruido. Esto último le preocupaba a la chica, así es que tramó un plan que le hiciese dormir profundamente.

    Se hizo con un spray anestésico, de esos que atontan o inmovilizan durante unos segundos, guardándolo en su mesilla de noche, junto con el bote de esporas, la mascarilla y un rollo de cocina. Por la noche, tras hacer el amor frenéticamente, como siempre, él se durmió y comenzó a roncar. Ella se había atizado cuatro coca-colas y dos cafés cargados para no dormirse. Entonces, con mucho cuidado, abrió el cajón de su mesilla, sacó el spray anestésico y el rollo de cocina. El se movió un poco, pero no se despertó. Seguidamente, le atizó el spray entero y un estacazo en la cabeza, por lo que quedó inconsciente y a su merced. Entonces, con nervios pero con calma, se puso la mascarilla, así como unos guantes de goma, le metió el tubito del bote de esporas en la boca, se la cerró y apretó el pulsador hasta que dejó de salir gas. Seguidamente abrió una bolsa de plástico autosellable, metiendo primero el bote con la cánula, después los guantes y ya en el cuarto de baño, la mascarilla. Se vistió y se marchó, sin apenas hacer ruido, tras recoger y meter todas sus pertenencias en una maleta.

    A la mañana siguiente, Juan Pistolas se ahogaba en su cama, y al intentar toser, tuvo un vómito de sangre, que al aspirarlo, le ahogó más deprisa. La criada se lo encontró muerto en la cama, babeando sangre todavía. Inmediatamente buscaron a la chica, pero ya por entonces la banda había cambiado de amo. Ahora era la chica su jefa, pues decidió – tras falsificar hábilmente un testamento – repartir las posesiones y el dinero de Pistolas entre todos. Los chicos volvieron con sus madres y al final, como tenían bastante dinero, la banda se disolvió.

    La chica volvió con su novio, que se recuperaba poco a poco y las cosas volvieron a ser como antes. Bueno, la madre se quedó sin un dedo, los niños sin un padre malvado, la policía sin un detenido o detenida y la banda sin jefe y sin banda. Sin embargo, en cierta barriada marginal, un chico destacaba por su violencia, controlando todas las camisetas del equipo de fútbol de la ciudad.

Francisco Hervás Maldonado