Vida azarosa y milagros de dos cuñados
Un señor natural de la provincia de León poseía el muy común don de la parentela, es decir: padres, hijos suegros, esposa, hermanos y cuñados. Y de todos estos deudos, uno destacaba, brillando con luz propia: su cuñado el del banco, más conocido como Federico “el tachuelas”, o bien don Federico, en ambientes más conservadores. Federico “el tachuelas” era un hombre de la banca y tal vez del banco, pues no desaprovechaba la ocasión de sentarse. No es que fuera un hombre obeso ni tampoco delicado de salud, sino que la sedencia le venía por afición. ¿Qué te visitaba?, pues antes de que se persignara un cura loco, ya estaba sentado. ¿Qué ibas a visitarle?, pues ni con escoplos y martillos se le despegaba el trasero del asiento. Tal vez porque deseara proteger ese orificio de la retaguardia, que la natura hizo puerta de salida y la medicina y el sexo convirtieron en puerta batiente. Nada, que no se divorciaba del sillón, sofá, silla, canapé, diván, poltrona, taburete, posón, trono, angarilla o poyete, o cualesquiera que fuese el vasar de su nalga. Un hombre muy partidario de las sinuosidades, oblicuidades y demás angulaciones, y poco de la perpendicularidad o paralelismo al terreno.
Tachuelas trabajaba en un sillón de una sucursal bancaria, desde donde recibía y despachaba – con igual soltura y desparpajo – a sus clientes donantes y solicitantes de fondos. Muy sencillo: a los unos todo que sí y a los otros, todo que no. Hasta que un día, ese cuñado de culo asentado se topó con su también cuñado leonés, un tal Fernández, hombre de actividad inusitada y pierna batalladora, pues no paraba de moverse. “El Tachuelas”, así llamado por su notable afición a fijarlo todo con el método de “tente mientras cobro”, era un hombre de concepto provisional, revisable y efímero, una especie de científico de los de “a la me cago en diez”, que descubren, como Lope de Vega, “más de ciento en horas veinticuatro”. Fernández, bachiller de León, era hombre dedicado al tráfico de cecinas, comunes en esas tierras (y en otras), a la hora del desayuno, almuerzo, merienda y cena, aunque hay quien redondea con la comida del mediodía, por aquello de no hacerles un feo a tan suculentos embutidos. El dinero obtenido con su viene y va, terminaba en el banco de Tachuelas, ora en cuenta a plazo fijo, ora en inversiones diversas, pues para vivir, el bachiller Fernández disponía de otra cuenta en otro banco, toda vez que con las cosas del diario no se debe de arriesgar. Allí iban su sueldo y gabelas. Por lo tanto, ambos cuñados se entendían en materia de lo superfluo, mas no en lo fundamental.
Algún raro día en que se levantaba Tachuelas, ambos cuñados se encaminaban al bar, un lugar sofritado, con olor a salsa de albóndigas y gnocchi muy prietos de albahaca, regentado por un italiano afincado en la ciudad, un hombre partidario de la camiseta de tirantes y el mandil tradicional, gran cocinero y mejor vendedor del género, que les atizaba una pasta, una carne indefinida, de salsa muy llena de orégano, y el consabido “contornino d’insalata e pomodoro”, raras veces “delle patatine” y siempre verdaderos cántaros de su famoso “birra strapazzata”, es decir: revoltijo de cervezas varias, cada cual de sus orígenes. Lo más importante era que después de cobrarles, siempre les decía lo mismo: “in bocca al lupo”, que según él (y así era) quería decir “buena suerte”. Aquel italiano, apodado “Gorgonzola” por la vecindad, en razón de su afición al famoso queso, era un hombre de pasado ignoto, pero tampoco preocupaba eso mucho a la clientela, gente bragada y de pensamiento legionario: “nada importa su vida anterior”. Esas visitas al Gorgonzola, que fueron aumentando en frecuencia, hasta la casi cotidianeidad, servían para sus conciertos económicos, de los que se pasó a las confidencias y a una expansión comercial al terreno de lo privado, pues allí quedaron acordes para iniciar una vida crápula en días próximos.
Lo primero para el crapuleo era hacer acopio de combustible, para lo que compraron pastillas de esas que convierten lo mustio en lozano, así como condones de diversa jaez, unos con olores y otros con sabores muy diversos. Los muy salaces se relamían, pues el equipo de los cuñados estaba listo para actuar. La siguiente maniobra era buscar una excusa para desaparecer un fin de semana del predio familiar, para lo que inventaron un viaje de negocios con meta en las playas de Huelva. Los cónyuges pusieron cara de póker y los niños, cucaban los ojos con medias sonrisas, pues la infancia siempre fue muy despierta en esta nuestra tierra. Tal vez por fiabilidad en el poder contractual del matrimonio o puede que porque sí, las esposas no dieron signos de inquietud o alarma, por lo que ambos cuñados quedaron en Gorgonzola para concretar su aventura. Gorgonzola, que además de cocinero era cotilla, escuchó la gestión de planes “ab initium”, metiéndose de rondón en la trama. Se pensó inicialmente en un viaje a Cuba, pero ahí iba todo el mundo para los asuntos del fornicio, de manera que resultaba peligroso, pues la probabilidad de ser observados en plena faena era notable. Luego se pensó en la costa azul, pero era cara, la costa amalfitana, ídem, y la costa del sol, eadem ídem. El bueno de Gorgonzola ofreció una solución: Nápoles, que es barato y accesible. Hubo que resolver temas de logística, pues el vuelo con “low cost” solo podía ser a Roma, donde habría que coger un tren hasta Nápoles, pero había un tren de Fiumicino – el aeropuerto de Roma – a Termini, de donde salía el tren ligero a Nápoles. Sin embargo, al efectuar la consulta en Internet, vieron que los vuelos “low cost” más ventajosos iban a Ciampino, el otro aeropuerto romano, desde donde solo había autobús a la ciudad. Reservaron por fin el vuelo, así como el hotel, uno de tres estrellas, aconsejado por Gorgonzola, que también se apuntó a la expedición carnal. Prepararon sus mejores galas: trajes, corbatas, etc. Todo ello quedó en el almacén de Gorgonzola, donde se cambiaron a unos ternos más informales y propios de la función por ejercer. Los cuñados pensaron que era bueno llevar a Gorgonzola de intérprete y asesor, puesto que iban a su tierra. Así es que dieron un tiento a la cuenta del bachiller, añadiendo unos billetes el Tachuelas y unas monedas Gorgonzola.
Por fin llegó el codiciado week-end, marchando el viernes selecto, al “mezzogiorno”, en dirección a una de las T de Barajas, donde llegaron al anochecer, pues hay un paseíto desde León. Allí, tras pitidos y revisiones diversas, lograron pasar el control de seguridad y se dirigieron a su puerta de embarque. El coche quedó en uno de esos aparcamientos mastodónticos y horrorosos, construidos para deprimir a los conductores y animar a los recaudadores.
Tras casi tres horas de viaje, aterrizaban de madrugada en Ciampino, desde donde fueron como pudieron hasta la ciudad, recalando en la estación Termini, lugar en donde tomaron el tren ligero de madrugada hasta Nápoles. Cuando llegaron al hotel estaban tan cansados, que se metieron en la cama, tras “la colazione”, hasta el mediodía. Se despertaron a una hora aceptable, comieron y decidieron dar una vueltecita por la ciudad, hasta la hora del puterío.
Tan excitados estaban que a toda mujer que pasaba le decían cosas, algo que no es infrecuente por aquellos lares, pero que de vez en cuando puede resultar peligroso, dependiendo de quién sea la piropeada y, sobre todo, de quién sea su familia. Pero no les pasó nada: las cosas rodaban bien. Y llegó la hora del cabaret, donde había menos luz que en un tonel de aguardiente. Unos destellos rojizos, con unas hembras abrazadas a barras, ejercitando posturas provocativas, era todo lo que había. Y música, mucha música, ensordecedora música. Y chicas despechugadas y minifalderas que se ofrecían a los clientes, consumición incluida. Un puticlub estándar, vamos.
Se concertaron los servicios y – tras una frugalísima cena – se dirigieron al hotel donde se permitía el intercambio carnal, que no era el suyo, previo pago de la correspondiente alcabala.
Una juerga memorable, “menage a troi” incluido. Al final, ni condones ni pastillas ni gaitas. Todo natural. Bien, a la mañana siguiente volvieron a Roma, marchando luego a Ciampino para coger el vuelo de regreso, pero… ¡ay, que no había vuelo! Ni siquiera había compañía. Eso es lo malo de las compañías de “low cost”, que quiebran con mucha facilidad. El vuelo más próximo a salir para Madrid, con billetes disponibles, era a la mañana siguiente. Así es que allí pasaron la noche, como pudieron, dando cabezadas en los asientos del aeropuerto, hasta que unos eslavos les despertaron a punta de navaja, despojándoles de todo cuanto de valor llevaban y escapando a la carrera. Tras la oportuna denuncia, ya bien despiertos, afortunadamente dieron con una tarjeta de crédito que el bachiller Fernández llevaba en los calzoncillos, gracias a la cual pudieron defenderse. Menos mal que les dejaron los billetes y las llaves. La policía, al cabo del rato, les devolvió sus billeteras, encontradas en una papelera un poco más allá. Sin dinero, naturalmente, pero con documentos y tarjetas. Los Carabinieri son gente muy experimentada en estas cosas. Por fin, a las cuatro de la tarde, con cinco horas de retraso, salió su vuelo. Previamente habían telefoneado a sus esposas, anunciando su demora en la llegada.
Al llegar a Madrid estaban tan cansados, que decidieron no ir a León hasta el martes, buscando un hostal para echar un sueño y descansar. Como quiera que se despertaran con hambre y era de noche, buscaron dinero en un cajero y marcharon a cenar por ahí. Tras la cena, copas y tras las copas, más mujerío. Esta vez con apoyo químico.
Por fin, a las ocho de la tarde del martes, llegaron a su tierra. Tachuelas fue a casa, pero su mujer no estaba, ni los niños. A Fernández le sucedió tres cuartos de lo mismo. Gorgonzola, por el contrario, encontró todo en orden. El bachiller Fernández telefoneó a su cuñado Federico “el Tachuelas”, que le confirmó lo sucedido. Quedaron citados donde Gorgonzola, a la mañana siguiente, para ver qué pasaba. Sin embargo, ambos fueron despertados muy de madrugada por sendas llamadas telefónicas.
– Podéis seguir de putitas, pero por vuestra cuenta. Ya os notificarán la demanda de divorcio. Y no mintáis, que tenemos fotos de todo.
Negaron la evidencia, juraron enmendarse, prometieron rehacer todo el daño causado y demás, pero todo fue inútil. Mohínos, tristes, amurriados y con pocas ganas de verse, se reunieron en Gorgonzola, que les dio un consejo:
– Dovrebe vendere i due pisi e vivire solamente a uno – decía Gorgonzola en su lenguaje mixto hispano-italiano.
Y le hicieron caso. Vendieron el piso del bachiller y se fueron al del Tachuelas. ¡Y todo por una puñetera juerga! Las mujeres los dejaron tiritando por vía judicial. Pero lo que más les molestó es que les llamaron parásitos en el juicio, gente incapaz de vivir si no es chupando de los demás, una cultura de parásitos. No obstante, no se sabía bien quién era más parásito ahí. Bien, en sentido figurado – y puede que en el real – el más parásito era Gorgonzola, sobre todo cuando contaba el dinero que las dos mujeres le dieron por las fotos. Y también eran bastante parásitos los tres eslavos que les robaron, de acuerdo con Gorgonzola, quien fue a medias con ellos, y la mujer de la limpieza, que le dio las carteras a los Carabinieri, tras recibir la correspondiente propina de los compinches de Gorgonzola, el cual, pasado un tiempo prudencial, se mudó a Madrid, donde puso un lujoso restaurante a todo trapo, de gran renombre en los círculos políticos, que también, según y como, eran espiados por el equipo electrónico instalado al efecto. Un negocio muy rentable, con las bendiciones del CNI, entre otros. Gorgonzola cobraba del CNI, de los políticos extorsionados y de todo lo que se meneaba.
Lo malo de los parásitos es que de vez en cuando los pillan y los chafan. Y eso le sucedió a Gorgonzola. Un buen día, al salir del restaurante, tres individuos le estaban esperando con unos bates de béisbol y le metieron tal paliza que lo retiraron del negocio de manera definitiva por vía de la gran invalidez. Los malhechores recibieron una sustancial cantidad de los cuñados. Bueno, la mujer de Tachuelas se arrepintió y se lo contó todo, volviendo a casarse con él. Poco después, la mujer del bachiller hizo lo mismo. Creo que se soportan ambos matrimonios y creo que los cuñados se ven poco últimamente.
Francisco Hervás Maldonado