La jerga de los antimicrobianos
Z. Díaz-Maroto y J. Prieto El tema que trata este artículo editorial es fundamental en la comunicación y el desarrollo del campo de la quimioterapia, pero es uno de los menos agradecidos porque siempre nos ha parecido muy aburrido estudiar diccionarios, lexicografía, etc. Además, no es objetivo primario de la especialidad, y cuando en un área tan dinámica se detectan errores, el rápido uso ya los ha sancionado como correctos. En este tema, cualquier opinión tendrá su parte de razón, y por tanto no pretendemos dogmatizar sino más bien poner de relieve algunas curiosidades en torno al lenguaje propio de un campo técnico ("tecnolecto" antimicrobiano) que para muchos no dejará de ser una simple jerga, hablando peyorativamente. Cuando en la sociedad de hoy, la llamada "era de la comunicación", se podía confiar en el predominio universal de una lengua, tropezamos con dos barreras imprevistas: la emergencia de los nacionalismos acompañados de su propio idioma, y el desarrollo tecnológico con su correspondiente jerga. Los ingenieros, abogados, físicos, arquitectos, economistas, médicos... utilizan un lenguaje difícil de comprender. En cierta medida es una estrategia corporativista que confiere entidad a la profesión, limita los intrusismos y salvaguarda de más de un error profesional. En definitiva, mantiene una situación de "privilegio". Incluso entre los mismos médicos, los cardiólogos, psiquiatras, microbiólogos, etc., emplean una terminología tan especializada que frecuentemente demanda el uso de diccionarios. Si aceptamos que un idioma, como sistema de signos lingüísticos, da a una comunidad de hablantes una cierta identidad, el "tecnolecto" microbiológico es un hecho diferenciador para los microbiólogos e infectólogos. Pero es más, dentro mismo de la microbiología encontramos también jergas diferentes entre los estudiosos de la virología, la genética y los antimicrobianos, por ejemplo. ¿Qué dimensión tiene la jerga antimicrobiana? Es imposible establecerla porque utiliza el lenguaje médico general, del que los diccionarios especializados incorporan entre 50.000 y 100.000 voces. Rara es la especialidad médica, la estructura humana o la función que no pueda verse afectada por una infección y su tratamiento. También es una parte importante de la biología, y es preciso resaltar que la genética, la inmunología, la biología molecular y la quimioterapia se nutren mutuamente de términos. Por tanto, es difícil estimar los límites, pero no menos de 2000 o 3000 términos son específicos de la quimioterapia antimicrobiana. Los estudiosos de los antimicrobianos, como científicos o sanitarios, no son sujetos pasivos, no son meros lectores ni simples escribanos que utilicen el lenguaje sin objetivos; lo utilizan para comunicarse con la finalidad de convencer, de lograr la adhesión de los demás, de trascender siempre con algún provecho. A medida que se domina el "tecnolecto" se entra en una curiosa situación que permite establecer diversos niveles: comunicación formal entre especialistas (publicaciones escritas especializadas, conferencias, sesiones), comunicación "informal" entre compañeros (diario de trabajo, correo electrónico) y lenguaje mixto (con profesionales de otras especialidades). Históricamente, la creación de nombres nuevos es complicada y exige un esfuerzo de adaptación, pero generalmente no plantea problemas de interpretación. La referencia a un objeto, microorganismo, estructura, etc. es fácil de comprender. La situación es diferente en el caso de los términos conceptuales que hacen referencia a fenómenos abstractos, parecidos a otros conocidos, para los que se buscan términos analógicos. Es entonces cuando aparece la confusión. Conceptos como tolerancia, hibridación, patogenicidad, parasitismo, resistencia, modelo o patrón, no son definidos de la misma manera por todos. Por otro lado, términos que parecen muy precisos significan cosas distintas y se interpretan de forma diferente a medida que se va profundizando en su conocimiento. En una especie bacteriana no todos se ponen de acuerdo para hablar de clon, aislamiento, cepa, etc. En este sentido, la polisemia puede ser un factor que limite el desarrollo de una ciencia. Deberíamos utilizar siempre términos monosémicos, que establecen un criterio de "uno a uno" entre el significado y el nombre. Todos utilizamos la palabra "penicilina" y sabemos a qué nos referimos inequívocamente, pero al utilizar el término "aislado" introducimos una imprecisión al incurrir en la polisemia. Detengámonos a analizar la siguiente frase: "La resistencia de este aislado representa un caso aislado..." Aislado es un concepto difuso y controvertido a pesar de su importancia. Es un ejemplo de falta de precisión, cuando hay otros más precisos (como "cepa") que son inequívocos porque en la especialidad son monosémicos. Hay otros términos de significado parecido en español cuyo uso podría dar resultados sorprendentes; nos referimos a casta, clan, cofradía, estirpe, gremio, linaje y raza. Pues bien, a pesar de todo se sigue utilizando "aislado", dada la presión del inglés (isolate, por cierto también inventado, ya que en principio era un verbo y no un sustantivo). Es un ejemplo de neología semántica (neología por conversión, es decir, cambio de la categoría gramatical del lexema, pues se ha producido la sustantivación de un adjetivo). Uno de los problemas del lenguaje en el campo de la quimioterapia es la propensión que tenemos a definir explicando, pues se pierde precisión y se tiende a incorporar interpretaciones personales. Por ello tienen tanto éxito los criterios de sensible, resistente, curación, fracaso, acción bactericida, etc. El establecimiento de criterios o requisitos para definir una situación como las citadas puede zanjar las críticas de Karl Popper sobre la inutilidad de discutir sobre términos y sus significados, pues ¿cómo hacernos entender sin utilizar definiciones o al menos explicaciones? En la quimioterapia, la avalancha de términos y conceptos está ligada a su desarrollo. Ehrlich emprende la carrera con la búsqueda de la "bala mágica", concepto con el que quería referirse a una posible "pócima" que respetando al hospedador matara sólo a los microbios. Prueba numerosos compuestos, que nombra por siglas adelantándose a la actualidad. Llega al compuesto 606, que es el primer ejemplo para la confusión, pues cada médico usa un nombre: 606, arsenobenzol, salvarsán (arsénico salvador). Posteriormente, Fleming obtiene de moco nasal una sustancia lítica frente a una bacteria, que denominó Coccus A.F. (de A. Fleming). En la presentación del trabajo su maestro, Wright, denomina a la bacteria, con sorpresa de Fleming, Micrococcus lysodeikticus (del griego "indica lisis"), y a la sustancia lítica la denomina lisozima. Unos años más tarde, de nuevo Wright denomina "penicilima" a la sustancia obtenida por Fleming. Éste, por llevarle la contraria, indica a su maestro que se parece más a la tripsina, razón por la que hablamos hoy de penicilina. A partir de las sulfamidas y las penicilinas se suceden los descubrimientos con una velocidad de vértigo. Pero, ¿cómo se "bautizan" los antimicrobianos? En este primer momento, las siglas y los números se utilizaron profusamente, pero ya empezaban las discrepancias: los ingleses utilizaban números para denominar las distintas penicilinas, mientras que los americanos utilizaron letras (penicilina X, G, F o K). La utilización finalmente de la penicilina G (benzilpenicilina) en la clínica nos va indicando quién ostentaba el poder. A medida que se iban sintetizando nuevos compuestos a partir de estas sustancias, se decidió añadir la modificación química al nombre, dando lugar, por ejemplo, a las aminopenicilinas, ureidopenicilinas, carboxipenicilinas, etc. Si bien esta estrategia ha servido durante mucho tiempo para denominar compuestos y grupos de compuestos (betalactámicos, aminoglicósidos, tetraciclinas, etc.), las modificaciones llegan a ser tan complejas que hay que inventar nuevos nombres. El término "aminoglucósido" se utiliza habitualmente, pero debería utilizarse "aminoglicósido", palabra compuesta de "amino", por los aminoazúcares, unidos por el acetil mixto denominado "glicósido", palabra que da nombre a la familia, en lugar de "glucósido", que se refiere a glucosa y no al enlace. Algo parecido ocurre con "fluorquinolona", término incorrecto que debe sustituirse por "fluoroquinolona"; en español el prefijo "fluoro" es indicador de flúor. Aparecen cantidades ingentes de compuestos: en 60 años se patentan miles y miles de moléculas, y se comercializan cientos de ellas. No da tiempo a "bautizarlas" a todas y la mayoría quedan en el limbo de las siglas (antibióticos no bautizados) a la espera de que alguna se pueda usar en clínica, en cuyo caso recibirá un nombre. Pongamos el ejemplo de las cefalosporinas: cefmetazol, cefpodoxima, cefuroxima, cefixima... Todas parecen querer decir el grupo a que pertenecen, pero los nombres son cada vez más rebuscados (cefpiroma, ceftazidima). En otros grupos ocurre lo mismo; por ejemplo, los macrólidos (denominación química) se designan con nombres que también van adquiriendo una dosis mayor de imaginación (josamicina, claritromicina, rokitamicina, azitromicina, diritromicina). En muchos de estos grupos la inventiva mezcla la química de nuevo, como en el caso de la clindamicina, cuya diferencia con la lincomicina es un átomo de cloro, cuyo símbolo sirve de prefijo. En algún caso se utilizó un topónimo, como nystatin (de las iniciales de New York State). Quedan lejos denominaciones como salvarsán, aureomicina (amarilla) y vancomicina (de vencer). Algunos nuevos antimicrobianos responden a enfoques novedosos y se intentan denominar con nombres "elaborados". Es el caso de los estimuladores de colonias o de algunos péptidos: las cecropinas y magaininas (del hebreo "escudos"). La palabra "antibiótico" es uno de los términos más populares y donde mejor se puede observar esta confusión. Científicamente es muy impreciso, ya que no define coherentemente lo que se quiere expresar, dando lugar a numerosos conflictos. En el siglo xix ya se utilizó para definir toda sustancia o fenómeno opuesto a la vida microscópica. Adquiere entidad con el descubrimiento de la penicilina (obtenida de microorganismo vivo), que permite además diferenciarlo del término quimioterápico (sustancia química sintética, como las sulfamidas y los arsenicales). La obtención de antibióticos (producidos por seres vivos) de forma semisintética, o incluso sintética, mezcla los conceptos y se acaba usando indistintamente. La definición de quimioterápico como sustancia de toxicidad selectiva (para microorganismos o células tumorales) lleva a asociar ambos campos (microbiología y oncología) en revistas y sociedades científicas. No todos están de acuerdo, por lo que surge el término antimicrobiano, que parece el más adecuado. Este término debería englobar los antibacterianos, antifúngicos, antivirales (no antivíricos) y antiparasitarios. La proliferación de nuevas moléculas y la "selva" de nombres llevó a la OMS, en los años 1950, a proponer unas reglas generales y universales para denominar a los antibióticos (INN, International Monopriotary Nome, o DCI, Dénominations Communes Internationales). Pero en España, al igual que en otros países, se han ido traduciendo como mejor le sonaba a cada uno. Tras el fracaso de esta época, desde el año 1985 se hacen varias propuestas. En la actualidad la situación ha empeorado aún más, si ello es posible, y ya aparecen comités de denominación incluso en países anglosajones. En el desarrollo de nuevas moléculas la industria tiene en cuenta la química, pero también la fonética de posible "gancho comercial", a veces sin pensar que en otro idioma suena de forma diferente. Esto ocurre, por ejemplo, en español con ciertos nombres anglosajones. Muy recientemente han aparecido los cetólidos, moléculas que llevan un grupo carbonilo (CO), ceto. A todos nos resultan familiares nombres como los cetoácidos o la cetonuria. Sin embargo, estamos ante el claro ejemplo de un grupo de antibióticos que serán mal llamados "ketólidos" porque la firma descubridora así los denomina, seguramente por una cuestión fonética, de uso universal, comercial, etc. ¿Tiene derecho a "bautizar" el creador (descubridor)? Se ha intentado normalizar el género que debe tener cada antibiótico, pero somos escépticos en cuanto a que se pueda lograr. Por ejemplo, las quinolonas como grupo son de género femenino, pero como derivan del ácido nalidíxico (masculino) se recomienda nombrar a sus miembros en masculino (ciprofloxacino). En cambio, esta norma no se aplica a las penicilinas, que derivan del ácido peniciloico y siguen siendo de género femenino. Los nombres de los antibióticos son nombres comunes, por lo que se deben utilizar en minúscula, y como tales les corresponde llevar artículo, por "muy mal que suene" a algunos oídos la penicilina o el moxifloxacino, por ejemplo. En torno a los antibióticos se ha desarrollado además una jerga que sigue creciendo. Aparte de la denominación de los compuestos, existe una inmensa variedad de nombres que hacen referencia a aspectos relacionados con su estudio. Muchos términos se han tomado de otras ciencias, como puede ser la terminología en el estudio del mecanismo de acción de los antimicrobianos o de la resistencia a ellos. Por ejemplo, utilizamos la palabra "diana" en sentido figurado (metafórico) para describir el punto en que actúa un antimicrobiano; "diana" implica lanzamiento, cuando en realidad el compuesto tiene que "ser llevado" allí para que pueda actuar en la estructura del microorganismo o en el foco de infección. Lo esencial de la metáfora es comprender una palabra en términos de otra, es decir, entender una realidad a partir de otra distinta con la cual se establece una relación. Aunque existe una larga tradición de crítica de las metáforas en el discurso científico, debido a que se cree que inducen a errores, son fundamentales en lenguaje conceptual porque sintetizan muy bien un discurso abstracto. El hallazgo de una comparación apropiada puede facilitar la comprensión de un proceso, e incluso sugerir vías nuevas. En el estudio de la sensibilidad de los microorganismos a los antimicrobianos encontramos metáforas con poca precisión, pero muy utilizadas; es el ejemplo de "aislados frescos" para hacer referencia a microorganismos recién aislados o "cultivos frescos" en vez de cultivos en fase de crecimiento exponencial. A propósito, en ambientes profesionales se dice que "el crecimiento se produce porque las bacterias se multiplican por división". ¿Algún profano podría entender esta frase? También utilizamos "punto de corte" para establecer una marca, un criterio para empezar a hablar de resistencia cuando tal vez sería mas adecuado utilizar "punto de inflexión", que indica una tendencia. Otros ejemplos serían tolerancia, sinergismo, bactericida (-cida de cedera, matar), bacteriostático, letalidad, crestas, picos, valles, inhibidores suicidas, etc. Todos estos términos, en una conversación fuera del ámbito de la microbiología, serían comprendidos fonéticamente pero no tendrían sentido. En esta jerga no faltan las siglas consideradas como máxima expresión del principio de economía que debe presidir el lenguaje. No es un invento moderno. En las pautas terapéuticas se han utilizado siempre las de origen latino b.i.d., t.i.d., q.i.d. (2, 3, 4 veces al día), por ejemplo. Pero con las siglas se pierde precisión porque se pueden prestar a varias interpretaciones, y el abuso de ellas puede hacer ininteligible el discurso. Sin embargo, los miles de microorganismos (especies, subespecies, etc.), antimicrobianos, técnicas, etc., obligan a su uso. La sustitución de nombres de antimicrobianos por sus acrónimos se abre camino en las publicaciones científicas. Es una solución a la intensa pero necesaria repetición en textos, tablas, gráficos, etc. Vemos cómo tres letras parecen bastar para denominar cada antimicrobiano (CFX, CTX, PEN, AMX, CIP, etc.). ¿Es esto un paso más en la historia? ¿Volveremos a las siglas y a los números otra vez como único medio de clasificar compuestos? Si es así, esta vez deberíamos hacerlo bien y seguir todos las mismas reglas, como por ejemplo las que se siguen al denominar compuestos en fase de investigación: siglas de la compañía y número de compuesto (por ejemplo LH-3267). ¿Y cuando la compañía se fusiona, cambia de nombre o desaparece? Además, la comercialización sigue las reglas de la eficacia, donde la fonética es un factor determinante del éxito o fracaso. En el campo terapéutico, los acrónimos de conceptos son muy numerosos (CMI, CMB, ABC, EPA, PLIE, etc.), lo que supone un ahorro idiomático considerable. Aun así, debemos ser prudentes en su uso para no caer en confusiones. Algunas siglas, como UFC (Unidades Formadoras de Colonias), no dicen nada y sin embargo han tenido un éxito rotundo, como se recogía en ASM News (de la Sociedad Americana de Microbiología). No hay publicación sobre poblaciones o recuentos, ni informe microbiológico, donde no encontremos las famosas siglas. Se trata de una perífrasis para llamar a las bacterias. O sea, dar vueltas a un concepto que se puede expresar con un solo término. Es como si a los gramos les llamáramos UFK (Unidades Formadoras de Kilos). Además, incluso a la hora de escribir las siglas podemos encontrar mezclas, cuando menos curiosas; no es raro encontrar que junto a las siglas en mayúscula aparecen algunas letras minúsculas o un sufijo, o incluso un término entero, por ejemplo la desoxirribonuclesa (ADNasa) y diversos parámetros farmacocinéticos como Cmáx o Tmáx. Y otra cuestión es su plural, pues en español las siglas lo hacen duplicándose (Estados Unidos, EE.UU.) o simplemente utilizando el plural del artículo que las precede (las CMI, no CMIs). Sin embargo, tal vez el mayor problema en el "tecnolecto" antimicrobiano, como en el lenguaje de la ciencia general, sea el de los anglicismos. Uno de los medios de enriquecimiento de una lengua es el préstamo. La causa de la penetración de anglicismos en nuestra lengua en general, y en el lenguaje científico en particular, se debe principalmente al avance científico y técnico de países como Estados Unidos; en suma, a su primacía sobre nosotros. Podemos distinguir entre palabra extranjera y préstamo, o lo que es lo mismo, palabra no asimilada y asimilada en el patrimonio léxico. Pero también podemos distinguir entre préstamos por necesidad y préstamos "de lujo". Los préstamos por necesidad sirven para denominar conceptos y productos nacidos en un determinado país, mientras que los "de lujo" se deben a un cierto mimetismo lingüístico, al "prestigio" ejercido por un cierto tipo de civilización, o simplemente por ignorancia. Los primeros son los únicos necesarios cuando no hay traducción o ésta es errónea. En el caso de los préstamos necesarios podríamos citar varias palabras utilizadas ampliamente en medicina: estrés, estándar, escáner... Pero son más abundantes los casos de préstamos de lujo o semilujo. Tenemos el ejemplo del mal uso de "randomizar" por distribuir aleatoriamente, y al no disponer de un verbo en español que lo exprese, como mucho podríamos "inventar" la palabra "aleatorizar" para expresarlo, relacionado con "aleatorio" y no con el vocablo inglés random. Un ejemplo de los llamados "falsos amigos" es la traducción de susceptibility por "susceptibilidad", cuando debe usarse "sensibilidad". Tan frecuente es el uso de "rango" (por rangle) que la Real Academia ha terminado por aceptarlo, aunque es más recomendable utilizar "intervalo". Indistintamente se usan "predictor" y "predictivo" cuando el primero es un sustantivo (el que predice) y el segundo un adjetivo que indica una cualidad. Más dudas existen con la reciente traducción del mecanismo de resistencia efflux pump, que se ha traducido y utilizado ampliamente como "bomba de eflujo", en vez del tal vez más exacto y correcto "bomba de achique", que hace referencia al "bombeo" al exterior de determinados antibióticos. En el peor de los casos habría que hablar de efluxión (efluvio) como término médico que realmente significa "expulsión del producto de la concepción en los primeros días del embarazo". Recientemente la Real Academia ha incorporado el verbo "efluir" con el significado de escapar un gas o líquido de un recipiente (por fisuras, por desbordamiento), ¡pero no de forma activa! Bomba de achique es más apropiado, y además le da un sentido metafórico que explica muy bien el proceso en sí. Apreciamos que se usa cada vez más frecuentemente "bomba de expulsión", que también resulta muy adecuado. También es una lástima que la palabra biorremediation (de origen latino) se use en castellano como "biorremediación" (intento de convertir el verbo "remediar" en sustantivo con el sufijo ción) y no como "biorremedio". En esta tanda de ejemplos no podemos olvidar el término overnight, que empleamos como "durante una noche" para referirnos al cultivo del cual se toma el inóculo para un antibiograma, curva, etc. Sin embargo, se trata de una imprecisión científica porque en la práctica la interpretación oscila entre 8 y 18 horas. Y un último ejemplo serían los nombres de compuesto que mantienen restos de sus nombres originales, como la m antes de la f (inicialmente ph) en palabras como "amfotericina". Por tanto, podemos decir que los préstamos son necesarios e inevitables, pero hay que huir de la penetración masiva sin ningún tipo de control al respecto. También en inglés a veces se hace mal uso de las palabras, y entonces lo que importamos es ese mal uso. Ni level ni "nivel" significan en ninguna de sus acepciones "concentraciones", "títulos" ni "valores", que es a lo que en realidad queremos referirnos. Tampoco queda muy claro cuando en un mismo discurso se utiliza indistintamente "plasmático" y "sérico", pues no son sinónimos. Si existe un lenguaje perfectamente entendible por todos dentro de la ciencia, este es el lenguaje de los símbolos, signos y gráficos. La ciencia ha desarrollado varios, como el lenguaje matemático o el químico. El lenguaje matemático es la obsesión por sintetizar y crear un lenguaje universal, exponente de la deseable concisión y economía del lenguaje científico. Los símbolos y signos matemáticos constituyen por sí mismos un lenguaje que es correctamente usado en numerosas especialidades, incluida la microbiología y la antibioticoterapia. Ejemplos por todos conocidos son la utilización de +, ± o como presencia o ausencia de crecimiento; y £ en la exposición de la CMI de un antibiótico, o la expresión 1:32 (1/32) para designar un valor de titulación. Pero también el lenguaje químico está muy unido al de los antimicrobianos, ya que, como se ha comentado anteriormente, existe una estrecha relación entre nomenclatura química y nombres de compuestos (b-lactámicos, 14-OH-claritromicina). Esta utilización de lenguajes "universales" aporta grandes beneficios. Con frecuencia una gráfica, una fórmula o un signo son más claros y "comunican" mejor que todo un texto. No es lo mismo describir la distribución de las CMI de una población de cepas dando una lista con sus valores por categorías que presentar una gráfica de ordenadas con las categorías en el eje X y las frecuencias absolutas en el Y; más útil es una gráfica de muerte bacteriana que recuentos en cada hora de un experimento. El lenguaje iconográfico es el complemento imprescindible del lenguaje oral en conferencias o seminarios; ajusta discrepancias fonéticas, incorpora imágenes-conceptos, sintetiza información prolija y facilita la comunicación en distintos idiomas. Se acepta que el símbolo tiene la misión de abolir los límites de ese "fragmento" que es el hombre, para integrarlo en unidades más amplias: sociedad, cultura, universo. Somos escépticos sobre la corrección de errores idiomáticos sancionados por el uso y la canalización adecuada del lenguaje de los nuevos descubrimientos. La velocidad vertiginosa de los acontecimientos lleva inevitablemente al uso de una jerga. Como conclusión, y tras este breve repaso por las relaciones del lenguaje con la quimioterapia (o antibioticoterapia), podemos dejar en el aire la siguiente pregunta: ¿es la especialización del lenguaje científico un hecho que debemos aceptar sin más (venga como venga), o debemos cuidarlo y tratar de conformarlo según reglas razonables? Disponemos de herramientas para que este segundo postulado pueda producirse, ya que nuestra lengua es suficientemente rica y contamos con numerosos especialistas en lenguaje como para hacer uso, en la medida de lo posible, de una correcta exposición de lo que descubrimos. AGRADECIMIENTOS Agradecemos a C. Company la revisión crítica de este editorial. BIBLIOGRAFíA Calonge, J. El lenguaje científico y técnico. En: Fundación Juan March (Ed.). La lengua española hoy. Fundación Juan March, Madrid 1995; 175-186. Cirlot, J. Diccionario de símbolos. Editorial Labor, Barcelona 1991. Corominas, J. Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. 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