J.R. Maestre Vera1 y L. Alou Cervera2
1Dpto. de Microbiología, Hospital del Aire, Universidad Complutense, Madrid; 2Dpto. de Microbiología, Facultad de Medicina, Universidad Complutense, Madrid
El ser humano ha tenido relación con los hongos desde épocas remotas de la historia, beneficiándose de ellos en unos casos y en otros sufriendo las consecuencias de su infección. El conocimiento de los hongos, y su de acción patógena, precede al nacimiento de la bacteriología. La micología médica da comienzo con Robert Remark en 1837, al descubrir el favus; sin embargo, mayor importancia tuvieron los trabajos de David Gruby, oftalmólogo húngaro de origen judío, que entre 1841 y 1844 estudió el favus y las tiñas microspóricas y tricofíticas; y los de F.G. Berg, que en 1842 estudió la levadura Candida albicans, agente causal del muguet (1-10). De esta forma, la micología se constituyó en la primera ciencia microbiológica, varios años antes del descubrimiento de la primera bacteria. La micología médica fue casi completamente olvidada hasta la última década del siglo xix y comienzos del xx, volviendo a recuperar su protagonismo con Raymond Sabouraud, que estudió los hongos patógenos causales de las tiñas y logró su cultivo in vitro (11, 12). Sin embargo, el interés por la micopatología no ha sido evidente hasta finales del pasado siglo. En los últimos 20 años se ha producido un dramático aumento en el número de infecciones fúngicas oportunistas en todo el mundo (13-20), hecho que se relaciona, entre otros factores, con los avances de la medicina en trasplante de órganos, supervivencia de pacientes neoplásicos con quimioterapia, uso y abuso de antibióticos, y con la existencia de una población creciente de individuos inmunodeprimidos (16-20). Así, la infección fúngica oportunista representa hoy un 10% a 15% de la infección nosocomial y se ha convertido en una causa importante de muerte en pacientes hospitalizados (16). No obstante, aunque resulta difícil determinar la dimensión real de las infecciones fúngicas, parece evidente que las que afectan a la piel y las mucosas siguen siendo las más importantes en términos de morbilidad. Representan uno de los problemas sanitarios de mayor alcance en la población mundial de todas las edades, habiéndose comparado con la caries dental y el resfriado común en cuanto a incidencia y prevalencia (21). Constituyen un asunto sanitario de enorme interés y se calcula que generan, al menos, del 5% al 10% de las consultas dermatológicas (22, 23). Se estima que 15 millones de personas en todo el mundo padecen tiña de cuero cabelludo (15), en Inglaterra se producen cada año 250.000 nuevos casos de dermatofitosis (14), la onicomicosis es una de las infecciones fúngicas de mayor incidencia en el mundo, afectando aproximadamente al 2% a 3% de la población (24), y en Estados Unidos los dermatófitos causan la mayor parte de las enfermedades fúngicas superficiales (25). A estos datos habría que añadir los generados por las infecciones cutáneas y mucosas causadas por levaduras del género Candida, las onicomicosis por hongos filamentosos no dermatófitos, las micosis superficiales por levaduras lipofílicas del género Pityrosporum, y otras dermatomicosis. La respuesta terapéutica a las infecciones fúngicas superficiales, cutáneas y mucosas, no ha dejado de evolucionar desde mediados del siglo pasado, mejorando no sólo su eficacia y espectro de acción sino también su tolerabilidad, manejo y tiempo de tratamiento. En este sentido, podemos considerar tres etapas en el desarrollo de los fármacos antifúngicos. Una primera que va hasta la década de 1940-1950, en la cual se utilizaron tratamientos tópicos tradicionales (5, 7) que actuaban como exfoliantes químicos de la capa córnea (queratolíticos) y antifúngicos débiles. Entre los preparados de mayor uso destacaron el ungüento de Whiffield (ácido benzoico al 6% y ácido salicílico al 3%), colorantes fenólicos como la Tintura de Castellani (solución de fucsina al 0,3%) o colorante violeta de genciana al 0,5%, el ácido undecilénico al 5% y el sulfuro de selenio al 2%. Una segunda etapa, entre los años 1950 y 1980, en la cual se sintetizan los primeros antifúngicos de uso tópico y sistémico, como el tolnaftato (26-28) (1962), menos irritante sobre la piel que el ácido undecilénico pero con actividad equiparable; la haloprogina (28) (1972), un triclorofenol yodado en forma de crema o solución al 1%; la griseofulvina (29-31), de administración oral, muy utilizada en Tinea capitis; los imidazoles (32-37), como el econazol (1970), el miconazol (1972), el clotrimazol (1971) y el ketoconazol (1977); los inhibidores de la síntesis de pirimidinas, como la 5-fluorocitosina (38, 39), y los poliénicos (40, 41) nistatina, amfotericina B, natamicina y hamicina, que fueron desarrollados a principios de los años 1950. La tercera etapa comenzó en la década de 1980 con el desarrollo de los nuevos triazoles (42-46): itraconazol, fluconazol y voriconazol; de nuevas formulaciones de antifúngicos poliénicos ya conocidos, como amfotericina B liposomal, amfotericina B complejo lipídico, amfotericina B en dispersión coloidal, nistatina liposomal; de alilaminas (42, 45, 47-52) como la naftifina y la terbinafina, nuevas moléculas activas por vía oral y tópica frente a dermatófitos; y otros antifúngicos de exclusivo uso tópico, como ciclopirox olamina (53, 54) y amorolfina (42, 55). Como vemos, se han desarrollado numerosos compuestos antifúngicos, de administración oral, parenteral y tópica, que han mejorado las posibilidades de éxito terapéutico en las micosis. Con este nuevo panorama cabe preguntarse: ¿por qué seguir utilizando antifúngicos tópicos? ¿Tiene hoy sentido su indicación? ¿Cuándo? ¿En qué situaciones clínicas? ¿Qué ventajas aportan sobre los tratamientos orales? ¿Qué esperamos de ellos? ¿Cuáles son sus desventajas? ¿Cómo deben ser aplicados? Existen más de 115 presentaciones de preparados antifúngicos de uso tópico (crema, gel, pomada, polvo, solución, loción, spray, tabletas vaginales, etc.) en el arsenal terapéutico disponible en nuestras farmacias, destacando entre ellos los derivados imidazólicos, como miconazol, econazol, clotrimazol, bifonazol, ketoconazol, flutrimazol y sertaconazol, entre otros. El mecanismo de acción de los azoles se basa en la inhibición, en uno o más puntos, de los procesos enzimáticos que intervienen en la síntesis del ergosterol, creando un déficit en este elemento esencial y un daño en la membrana celular fúngica (32, 33-56). Los derivados imidazólicos son fármacos con acción fungistática y en determinadas circunstancias fungicida, generalmente bien tolerados, y activos frente a dermatófitos, levaduras del género Candida, levaduras lipofílicas del género Pityrosporum y algunos mohos causantes de dermatomicosis. Por su eficacia, están indicados en casos de Tinea corporis, Tinea pedis, Tinea cruris y otras dermatofitosis bien localizadas (poco extensas) (56-59). En caso de verse afectado el pelo (Tinea capitis y Tinea barbae), la respuesta al tratamiento tópico exclusivo es nula o muy pobre, pero algunos antifúngicos orales de este mismo grupo son usualmente válidos (60, 61). Otras indicaciones serían las candidiasis cutáneas y mucosas (62-64), exceptuando la candidiasis oral en los pacientes inmunodeprimidos, que requiere tratamiento sistémico con fluconazol, la pitiriasis versicolor (65-67) y la dermatitis seborreica (68). Los antifúngicos tópicos varían también respecto a su posología: una o dos aplicaciones diarias; duración: dos a cuatro semanas según el tipo de lesiones; preparados: polvo en lesiones húmedas como Tinea pedis (pie de atleta), gel en casos de dermatitis seborreica, etc. Para su correcta administración, se deben aplicar cubriendo el área lesionada y abarcando 1 o 2 cm de piel sana. Son medicamentos bien tolerados, y los efectos adversos son en general leves y transitorios. Los azoles de uso tópico tienen prácticamente la misma eficacia, y ésta depende, en gran medida, de su correcta utilización y de la duración del tratamiento. Así, han mostrado su beneficio clínico, entre otros, el miconazol al 2% en gel para la candidiasis oral (64), el ketoconazol al 2% en champú para la pitiriasis versicolor (69), el clotrimazol, el sertaconazol y el flutrimazol en crema para la candidiasis vaginal (62, 70), y la bifonazolurea para las onicomicosis (71). Las alilaminas, como la naftifina y la terbinafina, son antifúngicos de espectro menor que los azoles, activos frente a dermatófitos, determinados mohos y levaduras del género Candida, y menos efectivos sobre algunas especies del género Pityrosporum (49-52, 72). Su acción es similar a la de los azoles: inhiben la síntesis de ergosterol de la membrana celular fúngica, al interferir la conversión de escualeno en lanosterol, lo que conduce a una acumulación intracelular de escualeno que ocasiona la muerte celular (50, 52, 73). Estos antifúngicos penetran bien en las capas queratinizadas y permanecen en concentraciones inhibitorias durante periodos prolongados. A concentraciones bajas, la terbinafina es fungicida frente a dermatófitos (73). Hart y cols. (74), en una revisión sistemática acerca del tratamiento tópico de infecciones fúngicas del pie, realizando estudios controlados con placebo, encuentran que las alilaminas consiguen un alto grado de curación, pero resultan más caras que los azoles. Su uso tópico está indicado en Tinea pedis, Tinea corporis, Tinea cruris y pitiriasis versicolor (75-79). En las onicomicosis, la administración oral de terbinafina resulta muy eficaz (80, 81). La butenafina al 1% en crema (no comercializada en España) es un nuevo antifúngico de uso tópico emparentado, química y farmacológicamente, con las alilaminas (82), que fue aprobado por la FDA americana en 1997 para el tratamiento de Tinea pedis (57, 83, 84). Otros agentes antifúngicos de uso tópico son el tolnaftato y ciclopirox olamina. El tolnaftato es un antifúngico con acción fungistática, del grupo de los tiocarbamatos (26, 27), que bloquea la síntesis de ergosterol al inhibir la epoxidación del escualeno. Es activo frente a dermatófitos, aunque menos eficaz que los anteriores, y no resulta activo frente a levaduras del género Candida. El ciclopirox es un antifúngico con acción fungistática, del grupo de las piridinonas (53). Produce una depleción de electrólitos en la célula fúngica y una reducción en la síntesis de ácidos nucleicos y proteínas. Resulta activo frente a dermatófitos y levaduras del género Candida. Está indicado en Tinea corporis, Tinea pedis, Tinea cruris y candidiasis cutánea (54). Se presenta en forma de crema, polvo o solución de ciclopirox al 1%, que se aplica cada 12 horas durante dos a cuatro semanas. En casos de onicomicosis se ha usado con éxito una solución de ciclopirox al 8% (85, 86). La amorolfina es un antifúngico tópico con acción fungicida del grupo de la morfolina (55-57). Modifica la permeabilidad de la membrana fúngica al interferir la síntesis del ergosterol mediante la inhibición de dos enzimas: delta 14 reductasa y delta 7,8 isomerasa. Resulta activa frente a dermatófitos, levaduras y mohos. Está indicada en Tinea unguium y onicomicosis por levaduras y mohos (87). Se debe aplicar en forma de solución al 5% (laca de uñas), una o dos veces semanales durante seis a doce meses. Aunque la absorción sistémica tras su aplicación tópica es muy baja, puesto que el tratamiento es prolongado y podría presentarse embriotoxicidad no se recomienda su utilización durante el embarazo. Tampoco se recomienda durante la lactancia ni en niños. La nistatina es un antifúngico del grupo de los macrólidos poliénicos, con acción fungistática, que se obtiene a partir de Streptomyces noursei (49, 88). Los polienos actúan formando complejos insolubles con los esteroles de la membrana celular fúngica y alterando su permeabilidad, al formar canales iónicos (88-90). Resulta especialmente activa sobre levaduras y está indicada, por su eficacia, en candidiasis de mucosas (63, 64, 91). Se ha usado con éxito como profilaxis para la reducción de candidiasis orofaríngea en pacientes inmunodeprimidos (92-94). La candidiasis orofaríngea es un problema frecuente en recién nacidos, con una incidencia variable (91), y para su tratamiento se han usado agentes antifúngicos no absorbentes como violeta de genciana (95), con moderada eficacia y problemas de irritación de mucosas. La nistatina en suspensión se ha comparado con el miconazol en gel, en niños con candidiasis orofaríngea, resultando más efectivo este último fármaco azólico (64). La amfotericina B es un antifúngico del grupo de los macrólidos poliénicos, aislado en 1956 de Streptomyces nodosus (96, 97). Posee un amplio espectro de acción, desde hongos levaduriformes y filamentosos a protozoos. Su mecanismo de acción fungicida y la experiencia clínica acumulada la convierten en el fármaco más indicado en infecciones fúngicas sistémicas. La amforeticina B en suspensión produce una respuesta similar a la nistatina en suspensión en candidiasis oral (98). También se utiliza de forma tópica en candiduria y recientemente en la prevención de aspergilosis pulmonar postrasplante (99). La natamicina es un antifúngico poliénico, aislado de Streptomyces natalensis, eficaz frente a levaduras del género Candida y hongos filamentosos del género Aspergillus. Se utiliza en queratitis micótica y aspergilosis pulmonar. Otro aspecto relevante de las infecciones fúngicas se relaciona con el coste del tratamiento. Si atendemos al gasto farmacéutico global ocasionado, su importancia es enorme, y el consumo de fármacos antifúngicos no ha parado de crecer en el mundo durante las últimas décadas. El antifúngico tópico ideal debe reunir las siguientes características: acción fungicida (mejor que fungistática), amplio espectro frente a los hongos causantes de micosis superficiales y cutaneomucosas (dermatófitos, levaduras del género Candida, Pityrosporum y mohos), actividad in vitro demostrada con pruebas de sensibilidad (CMI) para los hongos mencionados, probada eficacia clínica en la resolución de las distintas dermatomicosis, de fácil accesibilidad, disponible en farmacia sin prescripción médica obligada, disponible en diversas presentaciones, de fácil aplicación, no absorbible o con escasa absorción por piel, con buena penetración en el estrato córneo, capaz de alcanzar una alta concentración en los tejidos lesionados, con actividad antifúngica permanente tras su aplicación en la piel o las mucosas, con buena tolerabilidad y escasa producción de efectos adversos, y con buena relación coste-eficacia. La decisión de tratar las infecciones fúngicas superficiales, cutáneas y mucosas, con un preparado tópico o sistémico, debe individualizase para cada paciente y dependerá, entre otros factores, del tipo de infección, de la extensión de las lesiones y del hongo causal. Entre las ventajas del uso tópico destacan la facilidad en su administración, la buena respuesta clínica y micológica en infecciones cutáneas y mucosas no extensas, la rareza con que se producen efectos secundarios tras su aplicación, la ausencia de interferencias con el uso de otros medicamentos orales o parenterales, evitando los efectos adversos e interacciones farmacológicas que pueden aparecer con los antifúngicos orales, no requerir la monitorización del paciente con pruebas analíticas, y la buena relación coste-eficacia en determinadas situaciones clínicas. Entre sus desventajas figuran la escasa eficacia en infecciones que afectan al pelo, eficacia dependiente de otras medidas como el desbridamiento de las lesiones en las onicomicosis, la escasa eficacia en infecciones extensas de piel y uñas, y la larga duración del tratamiento en micosis ungueales, con aplicaciones diarias o semanales que requieren una gran motivación por parte del paciente. En muchas ocasiones se puede optar por un tratamiento simultáneo oral y tópico, como por ejemplo la aplicación de sulfuro de selenio al 1% o ketoconazol al 2% combinado con griseofulvina oral en Tinea capitis, o bien la utilización más reciente, con buenos resultados en onicomicosis, de ciclopirox al 8% o amorolfina al 5% tópicos combinados con terbinafina oral (100, 101). BIBLIOGRAFÍA 1.Gruby, D. Mémoire sur une végetátion qui constitue la vraie teigne. Comptes Rendus Acad Scien, Paris 1841; 13: 72-75. 2.Gruby, D. 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