El entierro del coronel
Una mañana fría del otoño, allá por el mes de noviembre, el coronel don Fulgencio Tiradores era transportado en una carroza fúnebre camino del cementerio. El séquito era impresionante: todo el pueblo estaba allí. Tras el coche de tiro, arrastrado por cuatro caballos negros, guiados por un enjuto cochero, gastando levita y rematado en sombrero de copa, con el ataúd de caoba, cuajado de ramos de flores, el caballo del coronel, un caballo tordo llamado Tiramisú, en recuerdo del postre favorito del militar, muy bien herrado y resplandeciente, con la cincha guardando la silla, bien ajustada por la baticola,
hacía sonar sus cascos en el pavés, entre el silencio impresionante del duelo. Seguían doña Etelmira de Postas, viuda de Tiradores, con sus dos hijos varones, Fulgencio y Atanagildo Tiradores de Postas. Dos pasos más atrás, Cuquita y Pilili Tiradores de Postas, acompañadas de sus respectivos maridos y cuñadas, esposas de sus dos hermanos. A continuación, una recua de niños con sus niñeras, bien vigilados por los cuatro flancos para impedir notas equívocas. Todos, niños incluidos, vestían de luto riguroso. El doctor don Herminio Estirador marchaba a continuación, en soledad, con un gabán de cinto de color impersonal, dando paso a su mujer y al resto del pueblo, acudido en tropel, pues el coronel era muy querido en aquel pueblecito. Hombre acaudalado, dueño de la gran casa solariega de la plaza, propietario de la mitad de las tierras de la comarca y muy considerado por su caridad y buenos sentimientos (tal vez por eso no se le ascendió a general).
La muerte del coronel sucedió a la tercera, como suelen suceder los eventos desesperados. La causa inmediata fue el corazón, que se le paró, pero la causa fundamental era el chorro de pus sanguinolento en que se había convertido por dentro su cabeza, amén del resto de su anatomía.
Todo comenzó años atrás, cuando el coronel Tiradores – a la sazón teniente – fue destinado a la selva. Por aquellos tiempos, aún no existía el grupo libertario nacional (GLN), o al menos no se significaba tanto como después lo hizo. Los jóvenes tenientes vivían en un barracón dentro de la base “Amazonía 3-47”, a pocos kilómetros de la vecina República del Cafeto, con la que siempre fueron tensas las relaciones. La estancia allí resultaba bastante aburrida. Cazar estaba terminantemente prohibido (no se podía gastar munición), pero todos lo hacían. Igualmente estaba prohibido pescar y todos pescaban, al menos hasta que alguna diarrea, tras comerse lo pescado, hacía que se les dieran la vuelta sus tripas. Observar la naturaleza sí estaba permitido, pero sin tomar fotografías ni hacer dibujos. Se permitía beber, aunque unos letreros en la cantina decían advertencias ejemplarizantes, como: “no bebas hasta que no conozcas, pues tampoco serás reconocido por el centinela y podrás morir”, o bien “si no bebes morirás de viejo, si bebes no serás ni tan siquiera joven”, entre otras muchas. Pero todos perdían la conciencia entre las copas con mucha más frecuencia de lo que la sensatez hubiera recomendado. Deporte o entrenamiento solo se podría haber realizado por las noches, dados el calor y la humedad reinantes, pero a esas horas había otro entretenimiento mucho más popular entre los jóvenes: regocijarse con las indias del lugar por un módico precio, realmente asequible a cualquier economía. Dado que las indias necesitaban dinero para sacar sus familias adelante (los maridos indios estaban todo el día dándole a la ayahuasca y otras hierbas, que los tenían en un continuo colocón, ajeno a sus deudos), el ejercicio de la prostitución era tan común que la oferta igualaba e incluso superaba a la demanda, lo que hizo que se tirasen los precios por el servicio venéreo. Claro, que había siempre diferencias, pues el teniente Tiradores, apodado “el señorito”, pertenecía a una familia de la “nobleza colonial”, inmensamente rica, de la que era único descendiente. De manera que la india Petronila pasó a ser de su exclusiva propiedad sexual, por lo que supuestamente nadie le podría contaminar por la vía del desahogo. Bien, esa era la teoría, hasta que un buen día, notó un gran escozor en el caño de los orines, de manera que, tras comprobar que el hecho se repetía una y otra vez, decidió consultar al médico de la base, el también teniente médico Pasodesto.
– Oye, Pasodesto, que noto así como ardores por mis partes – le consultó el bueno de Tiradores.
– A ver si va a ser del agua, que siempre estáis pescando y se os mojan las botas.
Ahí quedó la cosa, con unas sulfamidas y un purgante, de manera que nada se habló de los amores con la Petronila, que continuaron sin descanso hasta que, al cabo de pocos días volvieron los escozores y la gota de pus al levantarse. Como el médico no le hacía caso, le consultó el caso a un amigo más experimentado, el comandante Frescovientos, hombre bragado en múltiples avatares de índole muy diversa. El comandante no dudó un momento:
– Chico, tu tienes la “gota del soldado”. Eso da de abusar de los amores con guarronas. Se cura con unas inyecciones de penicilina.
Tiradores quedó preocupado, fuera a ser que la Petronila le estuviera pasando eso. De manera que decidió investigar el hecho, para lo que utilizó un modelo militar de la época: dos guantazos. La Petronila confesó. Ciertamente no lo compartía con militar alguno, pero sí con medio poblado indígena, desde que cató los cocimientos de la ayahuasca, que la ponían muy para allá, como ella decía. Allí se terminó el romance y la amistad con el teniente médico. La penicilina puso cada cosa en su sitio y la castidad se impuso hasta el matrimonio de don Fulgencio Tiradores, hecho que sucedió tras el ascenso al empleo de capitán, ya destinado en la capital, a unas cuatro horas en coche de su pueblo.
El matrimonio con Etelmira de Postas fue feliz, centrados ambos en la procreación de prole y fortuna, uniendo capitales y, sin duda, usando de la generosidad en forma discrecional, con especial hincapié en los vecinos de su pueblo, a quienes dio trabajo y estudios, festejos y pitanzas, hasta la saciedad (mucho tenían y pocos había para repartir, pues era un pueblecito de unas trescientas almas). De entre todos los favorecidos, destacó Herminio Estirador, hijo de ídem, un chico extraordinariamente despierto al que pagaron los estudios de medicina en la capital, carrera en la que se doctoró con brillantez, pasando luego a estudiar Medicina Interna en un prestigioso hospital, aunque siempre que podía acudía al pueblo. El caso es que se hizo un médico de fama y ejemplo, aunque jamás se olvidó de sus benefactores, los señores de Tiradores, quienes – dicho sea de paso – le consideraban un hijo más, llegando a incluirle en su testamento, dentro del tercio de libre disposición.
Pasó el tiempo, y el coronel don Fulgencio Tiradores pasó a retiro, a buena edad, como sucede en la milicia, dedicándose ya en exclusiva a la administración de su hacienda y bienes. Con bastante frecuencia era visitado por su pupilo el doctor Estirador (don Herminio, para el pueblo), que terminó haciéndose casa propia en el pueblo, pese a que tanto Tiradores como señora estaban encantados recibiéndolo en su gran casa de la plaza, donde había sitio para todos. Ahora bien, don Herminio Estirador se casó y ya se sabe que “el casado casa quiere”, máxime cuando empiezan a venir los niños. Igualmente, poco a poco la gente le consultaba sus males, de manera que las mañanas de los sábados era una consulta reglada lo que se celebraba en su casa, acudiendo los enfermos de toda la comarca al ruido de su fama. No era mal médico el bueno de Estirador, pero padecía los dos vicios más comunes de los clínicos de fama: la pasión por los protocolos y la sordera selectiva, de manera que cualquier cosa que no fuera recogida en los protocolos, carecía de su consideración, y fruto de ello es que su oreja se dirigiera a confirmar su opinión prejuzgada, siendo precisamente una oreja – o mejor dicho, un oído – quien le proporcionó el disgusto mayor de su vida en la persona del coronel Tiradores. La vida tiene sorpresas…
Un buen día de septiembre, don Fulgencio Tiradores se despertó con unas punzadas dolorosas en el oído izquierdo, lo cual no le extrañó mucho, pues él era hombre de derechas hasta el hueso, como solía comentar entre sus amistades. “¡Ah, la venganza de los bolcheviques…!”, pensaba el coronel. El caso es que como pasaron un par de días y no se le iba, y como además empezó a notarse como líquidos por ahí dentro, de forma que si se ponía el pañuelo en el oído y apretaba, éste salía manchado con una gotita de líquido, como quiera que se preocupase un poco, se lo dijo a su esposa:
– Etelmira, no me encuentro bien.
– ¿Qué te pasa ahora? – le contestó su mujer, abrumada por otros problemas de la casa, como llamar al de la piscina, para que le pusiese las cosas de conservación, al frutero para pedirle unos melones dulces para el fin de semana, pues a los nietos les entusiasmaba el melón con jamón, y otras cosas diversas del gobierno de su hogar.
– Pues que me duelen los oídos y me sueltan un líquido.
– ¿Tienes pus?
– No, es una cosa clara, como agua.
– Pues será algo de alergia, ya sabes que a mi amiga Gorgorita siempre le sienta muy mal el fin del verano.
– Pero es que yo no he tenido alergia jamás y no soy Gorgorita tampoco.
– Entonces, puesto que hoy es jueves, se lo dices a Herminio, que vendrá mañana por la tarde, como todos los fines de semana. Llámalo por teléfono y se lo dices.
Don Fulgencio le hizo caso y cometió el gravísimo error de consultar por teléfono, cosa que jamás se debe hacer con un médico afamado. Bueno, no debe hacerse con ningún médico.
– Perdona que te moleste, Herminio, pero es que tengo unas punzadas en el oído izquierdo que no me dejan dormir.
– No te preocupes. Yo estaré allí mañana y te lo veo.
– ¿Y para esta noche?
– Bueno, puedes echarte unas gotas antiinflamatorias, apunta el nombre… – y le dio el nombre de unas gotas, que el coronel anotó con celo.
Una hora más tarde, la farmacéutica, doña Melinda Frascazo, le llevaba personalmente las gotas a su casa, indicándole que se echase dos gotas cada seis horas, pero como le molestaba bastante el oído, o tal vez porque no se enteró bien, se echó seis gotas cada dos horas. Maravilloso, a la mañana siguiente nada de nada, de modo que cuando vino el doctor Estirador con el otoscopio, nada de nada. Ni líquidos, ni inflamación ni nada de nada.
– Oye chico, una maravilla. Esas gotas me han curado.
– Pues vas a tener razón, porque yo no veo nada con el otoscopio. Sería una cosa vírica. ¿Te has bañado en la piscina últimamente?
– Si…, ya sabes que siempre me hago tres largos antes de comer.
– Pues va a ser esa la causa. Ponte unos tapones de cera para nadar.
– No, si ya vamos a cerrar la piscina.
– Bueno, pues los días que dure, hasta que la cerréis.
Pero al cabo de dos semanas, por la noche… ¡ay!, otra vez las punzadas. Así es que volvió a echarse las gotas y volvió a desaparecer el dolor. Otras dos semanas después, más dolor, más gotas y ya no se iba el dolor tan claramente.
– Vas a tener razón, Etelmira, esto no es del baño. Será una alergia.
Entonces aparecieron los dolores de cabeza, y el líquido de la oreja volvió, pero ya no era tan clarito y además estaba rojizo, como con sangre. Y como tenía las gotas, no iba a molestar a Herminio por un dolor de cabeza. Se tomó un par de aspirinas y punto.
Aquella noche se despertó con un gran dolor en la nuca, lleno de náuseas, con un mareo espantoso y vomitando al más mínimo movimiento. Etelmira telefoneó a Herminio, que inmediatamente les mandó una ambulancia para llevarlo a su hospital, donde diez horas después ingresaba en estado de coma. El diagnóstico no ofrecía dudas: meningitis cerebroespinal. El pasmo del doctor Estirador era notable: “pero si no tenía faringitis”. ¡Ah, los protocolos…!
El resto es de suponer: no pudo superar el daño cerebral, se le afectó el bulbo raquídeo e hizo una parada cardiaca que lo mató, amén del proceso de coagulación intravascular diseminada (CID), que los clínicos describen con el rimbombante nombre de síndrome de Waterhouse-Friederischen-Marchand. No hubo reclamaciones contra nadie. Doña Etelmira pensó que era cosa de Dios, los hijos e hijas pensaron en la ausencia de un problema, las nueras y yernos pensaron en la herencia y el doctor Estirador pensó en la inconsistencia de los protocolos. Mientras tanto, el coronel Tiradores no pensó en nada: simplemente se murió, como es la obligación de todo enfermo incurable.
Las campanas doblaban a muerto, el párroco rezaba el responso, los vecinos daban la cabezada, los deudos tenían pensamientos contables y el bueno de don Herminio Estirador pensaba en la conveniencia de vender su casa y comprarse otra en la playa, que la mar es muy saludable. Aunque también pensaba en la frase de Roberto Koch, mientras caminaba tras el féretro, lleno de dudas y remordimientos (cuando un médico va detrás del féretro de su paciente, a veces el efecto precede a la causa).
Evidentemente, las Neisserias y don Fulgencio Tiradores no se llevaban muy bien.
Solamente el enterrador estaba preocupado, pues su chico tenía un notable dolor de oídos desde la noche anterior. No sería nada…
Francisco Hervás Maldonado