El señor importante

        Érase una vez un señor importante. Uno se preguntaba si aquel señor habría nacido así o se habría transformado con el transcurso de los años. El caso es que era un señor importante y como todo señor importante, tenía una secretaria, un despacho con maderas nobles, ancho y con luces indirectas, un coche de alta cilindrada con chófer, un chalé de campanillas y la tarjeta de VIP en diversos clubs y otras entidades, de esas que aligeran la cartera mediante técnicas de adulación estandarizadas.

        Pero… ¡ay!, un día el señor importante se hizo una heridita en la boca. Era una tontería, mas como utilizaba el cepillo de dientes de señor importante, eléctrico y con tres velocidades, la heridita fue a más y una noche se despertó con un suculento dolor de muelas. Tomó un analgésico y una píldora para dormir (y se durmió), pues tenía una reunión importante, propia de señores ídem, al día siguiente. Cuando se despertó, notó que el lado izquierdo de la cara estaba hinchado. ¡Vaya, ahora un flemón! Buscó por el botiquín y se atizó dos cápsulas de un antibiótico que había por allí, junto con un antinflamatorio que tenía en un blister de esos. La reunión era por la tarde, de manera que en un par de horas estaría mejor. Todo era cuestión de volverse a tomar más antibiótico al mediodía y más antinflamatorio. Sin embargo, el día venía chungo, estando por dar la lata, pues a la media hora le atizó un dolor de estómago de competición. Entonces se arreó tres píldoras de antiácidos con un vaso de leche. Eso le calmó el dolor, pero una hora después le empezaron a picar sus partes. Se bajó los pantalones y se untó con una crema para los picores. De paso, se atizó un pildorín antihistamínico. Se le calmaron los picores, pero se encontraba nervioso, así es que llamó a su secretaria para decirle que se quedaba en casa para preparar la reunión, que ya iría por la tarde directamente a la misma.

        Fue colgar el teléfono y le atizó un ramalazo en la mandíbula de padre y muy señor mío. Aquello era insoportable, los ojos le hacían chiribitas, la mandíbula se hinchaba. Tal vez sería mejor irse al dentista y cancelar la reunión, pensó, pero no podía, porque los hombres importantes no desertan de las reuniones importantes, puesto que entonces dan la impresión de ser mortales. Y no, los hombres importantes son divinos. Así es que, en un acto de osadía, el hombre importante se tomó otras dos cápsulas de antibiótico, otro antinflamatorio, otro analgésico y cuatro antiácidos con un yogurt de fresa con pomelo. Inicialmente la cosa surtió efecto, pero… ¡ay, ay, ay!, a la hora fue atacado por un escape iterativo de vientos que le llevó al retrete a todo trapo, con una diarrea espantosa, un dolor de estómago florido, un mareo, náuseas y pocas ganas de verse.

        ¡Ay Dios mío qué horror y qué olor! “¿Cómo era eso del padrenuestro, que no me acuerdo?”, pensaba. Pero no, él era importante. Agarró unas capsulitas antidiarreicas y se atizó dos, y al rato, otra más. Por fin, a las dos horas, secóse la fontana fecal. Pero no se tenía en pie. Quedaban tres horas para la reunión, así es que buscó por la cocina y encontró una bebida isotónica, que se la enchufó. Además, se tomó un cacho de queso de cabrales, otro yogurt, esta vez de chirimoyas, y un bollo con crema. Más dolor de tripa, ahora con vómitos. Además, como iba zombi, se golpeó la nariz y empezó a sangrar. Para quitarse el aliento de los vómitos, se enjuagó con un elixir, que no solo le hizo ver las estrellas, sino que le rompió algo por dentro de la boca y echó un chorro de pus sanguinolento, con sabor a trucha (eso pensó él, al menos).

        Pero aquello disminuyó de tamaño, lo cual le dio mucha moral, así es que se vistió, no sin dificultad (los calzoncillos del revés, la corbata anudada en el sobaco, de primera intención, y los pelos de punta, rebeldes al peinado). Pero se roció con un perfume persistente (francés, de esos de campanillas, fabricados para los señores importantes) y bajó a la calle, donde le esperaba su chófer – que ya había sacado el coche del garaje – muy asombrado, al verlo arrastrándose por el jardín. Y casi había llegado a la cancela cuando pisó una caca de Publio Emilio, su perro mastín, pegó un resbalón y cayó de nuca contra el pavimento de hormigón impreso, el cual ejerció de intermediario en su tránsito al otro mundo.

        La noticia ocupó varios telediarios, pues no siempre se mataba un señor importante pisando una mierda, siendo motivo de chanzas, dimes y diretes bastante diversos.

        Y aquel señor importante se transformó, por efecto de la parca, en un cadáver muy comentado. Es que no somos nadie, y menos en descomposición. Ojo a las automedicaciones y a los empirismos.

 

Francisco Hervás Maldonado